Crisis y diseño no se llevan mal, porque lo nuevo es cambio, y quizás lo mejor del diseño surge así. Sin embargo, el diseño no es una presencia instintiva y colectiva… No hay diseño si no hay producciones concretas, pero tampoco si se esquiva lo ideológico.
El diseño es hoy un campo profesional y no un oficio sin discurso. No es que “tener oficio” no sea necesario, sino que los problemas del diseño requieren, como en otras profesiones universitarias, conocimiento con fundamento. El diseñador no es un operador artesanal o un mero “prestador de servicios” en un mercado inevitable. Y no todo problema social, por el hecho de serlo, se convierte en el acto en un problema de o para el diseño. El diseño de verdad está íntimamente relacionado con las ideas, como la idea del proyecto. Este ideal, el de una cultura del proyecto, propone un pensamiento que puede prefigurar, que puede anticipar. El diseño no es una solución para el ayer, es una propuesta para el mañana.
En nuestro país, la inspiración democrática del diseño corre peligro. Vivimos en una sociedad esclava del marketing, en la que al diseño se le encarga el maquillaje de las diferencias, y no su solución. Circula por ahí una imagen del diseño y no el diseño mismo. Las diferencias —los abismos— que dividen a nuestra sociedad se pueden visualizar, en clave de diseño profundo (y no ya superficial) desde estos parámetros:
Accesibilidad: ingresar, desplazarse, utilizar, no sólo espacios, también información y recursos.
Orientación: confiabilidad de lo que se indica y de ahí, la autonomía de movimientos.
Calidad: condiciones materiales y tecnológicas que garanticen el entorno físico y virtual.
Identidad: reconocimiento y creación de la diferencia positiva.
Libertad: posibilidad de elección y resguardo contra lo agresivo.
Si contrastamos estos valores con lo que tenemos hoy, en una ciudad como Buenos Aires o a escala nacional, se detecta el verdadero nivel de des/diseño que ostenta nuestra sociedad. Es hora de que los diseñadores y sobre todo los que podrían convocarlos —empresas, estado, otros profesionales— tomen conciencia de la estricta necesidad de su presencia.
Podríamos medir el diseño argentino per cápita ¿Qué daría como resultado? Incluso un consumidor de clase media alta, habituado a visitar Palermo Soho y a adquirir productos de ciertas características, sigue enfrentando (como cualquier otro y según los indicadores antes mencionados) situaciones esencialmente inviables y lesivas. Ni hablar, entonces, de aquellos —y son la mayoría— que no pueden acceder ni siquiera a la espuma de esta cerveza más que escasa. No hay demasiado diseño en la Argentina. Hay demasiado poco.
Falta todavía, pero es posible por la cantidad de ideas que emergen, la conciencia generadora de una cultura de diseño real y cotidiano. No se trata de desarrollar “ghettos” de diseño mientras que todo lo otro, que nos toca a todos, es sórdido e inoperante. La gente en la Argentina cree que sabe lo que es el diseño pero a veces sólo está comprando la imagen que le vende la publicidad.
¿Probaste con un diseñador? podría ser una buena frase para remarcar el grado de improvisación y “alambrismo” (por aquello de “lo atamo con…”) que aflige a nuestra sociedad. Y si “vender” diseño puede ser una estrategia (a veces es sólo una táctica), no es la única manera de concebirlo. Se trata, creo, de interpretar los comportamientos sociales y culturales en clave de proyecto y entender lo económico en un sentido ampliado. Hay que pensar un diseño superador de la mercancía, indispensable para equiparar la calidad de vida, y no para ahondar los contrastes.
Proyectar espacios públicos cualificados, equipamiento no invasivo, transporte humanizado, sistemas de señales e información para los ciudadanos, control de la polución visual, interfaces institucionales operables y legibles… todos son temas urgentes para el diseño profundo. Todos son aspectos clave para un diseño de relaciones (y no solamente de cosas) justas y plenas de sentido.