Los 160 años de desarrollo de la fotografía cobraron un giro significativo cuando, hacia mediados de la década de l980, las fotografías comenzaron a nutrir la generación de imágenes digitales. Desde entonces, éstas han ido sepultando gradualmente a la fotografía analógica, tanto en sus formas de producción como en su circulación y consumo. El cambio afectó en forma general: el ejercicio profesional, la práctica artística, el uso doméstico, las formas de conservación, por sólo citar algunos. Aquellos rasgos que las teorías de la fotografía consideraron ontológicamente definitorios del medio fueron puestos a revisión.
Desde la certeza de estar frente a un fenómeno radicalmente novedoso, hasta planteos más escépticos respecto de las posibles innovaciones que el cambio tecnológico coadyuvaba, la reflexión teórica interpretó, de diversos modos, los alcances de las nuevas prácticas. El presente artículo repasa algunos ejes del seminario Una aproximación al postmodernismo en fotografía, centrándose en el viraje que se opera en la teoría de la fotografía, desde los abordajes que se consolidaron a principios de la década de 1980 (provenientes mayormente de la semiótica) hasta aquellos discursos que empezaron a emerger desde mediados de los años 90. En algunas zonas de éstos, los cambios introducidos por la tecnología digital (principalmente en términos de circulación y consumo a través de Internet) comenzaron a ser interpretados en clave fenomenológica.
El inicio de la década de 1980 fue un punto de inflexión en la historia de las teorías de la fotografía: estaba constituyéndose el último gran modelo teórico que intentaba “saldar”, a su modo, siglo y medio de reflexión en torno a la misma. En el contexto más general de revisión de los grandes legados teóricos en las ciencias humanas y sociales, del desarrollo discursivo del posmodernismo, la fotografía es vuelta a pensar desde un cruce en el cual intervienen, básicamente, dos modelos semióticos: el peirciano y el postestructuralista. A la vez, la síntesis adquiere rasgos distintivos en los dos escenarios principales de irradiación: Francia y Estados Unidos, en los que se vertió el peso de herencias teóricas disímiles.1
El caso de EEUU es más complejo, puesto que la incorporación muy tardía de tradiciones que en Europa tenían entonces años de influencia y desenvolvimiento (como el abordaje sociológico de Pierre Bourdieu),2 deriva en planteos menos reactivos que en Francia. El grupo de críticos y teóricos nucleados en torno a la publicación October, editada por el MIT, dicen ser gestores de un “postmodernismo de resistencia” en el cual confluyen Marx, Althousser, Gramsci y la Escuela de Frankfurt; un amplio abanico de autores enrolados en el postestructuralismo francés; el psicoanálisis lacaniano; el feminismo; los estudios culturales y el situacionismo, entre otros. Desde el lado de una “teoría fotográfica crítica”, incorporan los trabajos de Gisèle Freund, Bourdieu y algunos artículos de Roland Barthes, como así también la recepción tardía de los escritos de Benjamin.3 Entre los críticos que adscriben a esta línea, sobresalen los trabajos de Rosalind Krauss y Douglas Crimp, más allá de la influencia masiva del texto inaugural de la discursividad posmoderna iniciada por Susan Sontag a mediados de los 70, con la publicación de los ensayos que luego derivarán en Sobre la fotografía.4 Como especificidad propiamente norteamericana, la creación de la categoría “actividad fotográfica de la posmodernidad” por parte de Crimp y su afirmación de que la discusión del (sobre) postmodernismo es una discusión en torno a la fotografía, dan cuenta del lugar central que ella desempeña. Son algunas características inherentes al medio las que posibilitan poner en tela de juicio las nociones de original, autor, por ejemplo. Esas formulaciones someten a revisión ciertas categorías tradicionales empleadas por la historia del arte: originalidad, unicidad, autoría. Krauss analiza los desplazamientos que la teoría fotográfica produce en los abordajes de la historia del arte, aunque (quizás) forzando demasiado ciertos supuestos filosóficos y otros propios de la práctica fotográfica. Sin embargo, hay un punto de la reflexión que emparenta el pensamiento norteamericano con el francés: la idea de huella como noción que define ontológicamente a la fotografía. En el caso de Krauss, la autora sostiene que la fotografía tiene en su origen la marca de la teoría de los espectros, floreciente durante el primer tercio del siglo XIX, que giraba en torno a cómo las radiaciones emitidas por los cuerpos se depositaban en la materia. La fotografía, para la autora, es la técnica que entronca en esa tradición por ser un registro imagético de las radiaciones luminosas.
En Francia, en cambio, buena parte de la propuesta teórica se enmarca dentro de lo que Scott Lash5 ve como una característica de la discursividad teórica posmoderna propia de aquel país: la anulación, en un mismo movimiento, de la “diferencia saussureana” y la “distinción bourdiana”, al tiempo que la emergencia del yo y del inconciente. Así, las figuras de Barthes y Philippe Dubois son exponentes del giro conceptual con sus ya clásicos trabajos de inicios de los años 80.6 En Barthes predomina la crítica a todo abordaje previo, “científico”, de la fotografía (incluso el suyo propio). También expresando la crisis y replanteos del discurso teórico académico tradicional y la emergencia de la experiencia autobiográfica, su ensayo gira en torno a la imposibilidad de definir a la fotografía. Esa particular forma de huella es inaprehensible para el pensamiento: remite a un tiempo y espacio que afectan de modo absolutamente individual a quien es atrapado por la imagen, imposibilitando toda conceptualización y generalización teóricas más allá de un puñado de nociones. La fascinación que provoca la escritura de La cámara lúcida agrega, también, su cuota de empañamiento. En Dubois el planteo es diferente: el capítulo inicial del libro es una clara toma de posición en favor de una definición de la fotografía que apunta su crítica hacia dos modelos epistémicos: el positivismo y los abordajes que reposan en la (de)construcción simbólica. Al igual que Krauss, el pensamiento de Charles Pierce es recuperado por Dubois en función de la elaboración de una terciaridad fotográfica: la iconicidad mimética de la primera etapa (siglo XIX), la transformación simbólica y la codificación que prevalecen durante todo el siglo XX en tradiciones que van desde el estructuralismo social y lingüístico hasta la fotografía antropológica o la autoral como la de Diane Arbus y, finalmente, la indicialidad como modo específico de vinculación entre referente e imagen fotográfica. Dubois es claro: la fotografía es ante todo huella, en una segunda y necesaria instancia (puesto que huella sólo remite al momento en que la superficie sensible es alterada físicamente por la presencia de la luz que emana del referente) se define la reducción mimética o la codificación cultural.
Durante todo el siglo XIX y hasta la década de los 80, las teorías de la fotografía giraron en torno al análisis del propio dispositivo y de sus productos. Se indagaba acerca de la fotografía, donde “fotografía” como sustantivo expresaba el núcleo del sujeto que, en todo caso, era indagado según las diversas calificaciones ligadas a los usos sociales: fotografía periodística, documental, paisajística, de guerra, familiar, artística, etc. Pero, como señala Olivier Richon,7 “fotografía” derivó hacia “lo fotográfico”, donde “fotográfico” devino de adjetivo en sustantivo, tanto en el plano sintáctico cuanto en el semántico. Si bien este desplazamiento ya estaba presente en el planteo de Dubois, es en el uso por parte de Craig Owens (vinculado a la mencionada revista October) donde adquiere un mayor peso. Owens, a principios de los 908 y retomando las líneas ya planteadas por Crimp, encuentra más apropiado hablar de “lo fotográfico” para caracterizar varias temáticas que adquieren relevancia en las prácticas posmodernas: la teorización en función de las múltiples copias, el cuestionamiento de la originalidad en los mismos originales, la “muerte del autor”, la mecanización de la producción. Como señala Richon, “fotográfico” —en tanto adjetivo— no tiene el poder de nombrar objetos (función privativa del sustantivo). Por lo tanto, “fotográfico”, al tiempo que parece aludir a la falta de referente fijo, describe, refiere a todo tipo de imágenes portadoras de características fotográficas. (Y no hace falta llegar a los 80-90 para observar su presencia: Bazin se interesa por la imagen fotográfica en tanto forma particular de imagen,9 del mismo modo que algunos enfoques derivados del estructuralismo en los 60: “El mensaje fotográfico” de Barthes, por ejemplo). En tal sentido, “lo fotográfico” también involucra a medios que están más allá de la fotografía misma. Esta perspectiva, que de algún modo diluye la referencia directa, va a tener una línea de continuidad importante en las reflexiones acerca de la fotografía digital. Inclusive, hay desarrollos que vinculan las ideas de huella y lo fotográfico en la era digital para explicar desplazamientos en un tipo de fotografía de usos sociales bien definidos como es la periodística. David Campany10 sostiene que, debido a que un alto porcentaje de las imágenes periodísticas publicadas por la prensa gráfica —y mucho más por los periódicos digitales— provienen de videos, se ha redefinido al fotoperiodismo. A diferencia de los modos de trabajo en el fotoperiodismo tradicional, ahora el reportero gráfico no registra el acontecimiento, puesto que otros medios (el video) satisfacen la instantaneidad requerida por internet y la televisión, que registran referentes “reales” en la simultaneidad del acontecimiento. Por lo tanto, el fotoperiodista recién se hace presente con posterioridad, para recoger las huellas del acontecimiento: ruinas, (rastros de) cuerpos, fragmentos de un todo que ha desaparecido. Es más: puesto que el video digital cubre las necesidades editoriales, incluso ciertos trabajos ya no requieren ser elaborados con cámaras fotográficas digitales. Campany refiere, por ejemplo, a las fotografías tomadas a las ruinas del atentado del 11 de septiembre de 2001 en EEUU, cuando el único fotógrafo autorizado para tal fin, Joel Meyerowitz, ingresa al recinto con una cámara analógica de placa (es decir, tecnología del siglo XIX). Las fotografías de Meyerowitz son las únicas que quedarán para la posteridad, depositadas en el Museum of the City de Nueva York. Pero hay otro elemento a considerar en el texto de Campany: la difusión masiva de dichas fotografías se hace a través de un video, Reflections on Ground Zero, “un informativo especial” de 30 minutos que mostraba el trabajo del fotógrafo, y que fue emitido por el Channel Four News británico. Las fotografías de placa fueron insertadas de modo que “interrumpían” el flujo de las imágenes del video. En ese punto Campany señala la experiencia fuertemente sensorial que el público tiene con esas imágenes, contraria a los modos de consumo que crecientemente se fueron imponiendo con los medios digitales: la fotografía analógica deteniendo al flujo incesante de imágenes digitales.
Ahora bien, las formulaciones teóricas mencionadas al principio de este trabajo se ligan a un objeto que, a grandes rasgos, no sufrió modificaciones técnicas sustanciales durante 150, en el cual la tecnología fue evolucionando en ciclos de aproximadamente veinte años de duración. La pregunta es si dichos planteos podrían/podrán dar cuenta de las implicancias que comenzaron a tener lugar a partir del cambio tecnológico que se inicia con los procesos digitales.
Una primera distinción expresa la necesidad de diferenciar a la fotografía según el dispositivo que la genera: como fotografía analógica se denomina aquella basada en materiales sensibles y procesos del orfen de lo físico-químico, y como fotografía digital a la que se produce cuando los impulsos fotoeléctricos del referente afectan a un sensor electrónico que traduce los valores tonales en clave numérica. Una buena cantidad de estudios coinciden en señalar que este pasaje de una tecnología a otra no afectó sustancialmente el modo de tomar las fotografías, es decir, en cuanto a la dimensión técnica de la producción, incluso en prácticas más “libres” como la artística. Tal como lo recupera Laurent Jullier,11 el punto de vista de Alain Buttard es una buena síntesis: la cámara digital “no presenta mucho interés para quien la usa como una cámara fotográfica analógica”.12 En la fase de post-producción, en el trabajo desarrollado por fotógrafos, sí se observa una intensificación de las intervenciones. Retoque, fotomontaje y otras formas de manipulación que estuvieron presentes desde los mismos orígenes de la fotografía, se multiplican al ser facilitadas por los programas de tratamiento de imágenes. Desde trabajos que se centraron en el análisis de la recepción, particularmente de las fotografías periodísticas publicadas en medios gráficos, se ha señalado recurrentemente la disposición de los lectores a interpretar las nuevas imágenes digitales informativas del mismo modo que lo hacían con las tradicionales analógicas. Se sostiene mayormente que la creencia en los valores de verosimilitud y objetividad continúa vigente más allá del cambio tecnológico.13 Planteos como el de Kevin Robins14 bucea en la búsqueda de continuidades más que de rupturas en el pasaje de lo analógico a lo digital. Entre otras cuestiones, sostiene que en verdad la hiperproducción e hipercirculación de imágenes digitales, en términos culturales, no es más que una nueva fase con que se despliega un eje central del posmodernismo: la primacía de las imágenes por sobre el mundo material. Insiste: “Cualquier cosa considerada ‘nueva’ en las tecnologías digitales tiene algo de antiguo en la significación imaginaria de la ‘revolución de la imagen’”.
Sin embargo, y tal como señala el mismo Robins, la preocupación reside en la referencia existencial de las imágenes del mundo, es decir, en el modo cognitivo, emocional estético, moral y político en que las imágenes (ya no las fotografías) digitales puestas a circular en Internet han cambiado la forma de relacionarse con el mundo. Se trata de imágenes surgidas sin la necesidad de un referente real o cuyo grado de intervención sobre una huella indicial hicieron perder toda remisión a aquél, construyendo de ese modo la agenda de una nueva experiencia vivencial. Si la gran revolución que produjo la fotografía cuando surgió en el siglo XIX fue acercar el mundo al burgués sentado en su sillón, ahora una gran masa instalada frente a los monitores y sin mayor competencia en la técnica fotográfica (re)crea un mundo para sí y para otros. Se trata de imágenes –las electrónicas– que “no están congeladas, no desaparecen; su cualidad no es elegíaca, no son sólo grabaciones de mortalidad. Las técnicas digitales producen imágenes de forma criogénica: pueden despertarse, ser reanimadas, ‘puestas al día’”, sostiene Robins. Jullier15 entiende que el lugar “público” de las imágenes digitales depende de la capacidad de los programas para simular la toma de huellas analógicas y el esclarecimiento de un saber del arché16 referente a dichos programas. Las imágenes fotográficas puestas en Internet son entendidas como “imágenes en acto” por Jean Louis Weissberg, aludiendo de este modo al pasaje de una contemplación “pasiva” hacia una apropiación que las activa.17 En el mismo sentido, esta interactividad que tiene como materia prima fotografías devenidas en imágenes digitales contribuye en una medida mucho mayor a la “hiperrealidad” de la cual hablaba Baudrillard.
Por otro lado, las imágenes digitales se insertan en dispositivos narrativos de un modo cualitativamente distinto que en la etapa analógica. Además de lo ya señalado a propósito del video sobre las Torres Gemelas, donde las fotografías analógicas irrumpen en la secuencia narrativa, las fotografías e imágenes digitales participan activamente de la trama del mosaico. Tal como señala Lorenzo Vilches,18 la estructura mosaico no es una metáfora visual (como el enfoque, punto de vista, perspectiva), sino que se trata de una imagen obtenida por manipulación digital para lograr una visión virtual, pudiendo reunir diferentes tiempos y espacios en una sola imagen. De esta manera, el mosaico contribuye a la nueva economía de narrativas y representaciones, teniendo obvias consecuencias en las nuevas lógicas de gestión del conocimiento. En este contexto de utilización, las fotografías e imágenes digitales se revalorizan, modificando el peso relativo que les asigna el conglomerado. Sin dudas, si la fragmentación ha sido uno de los recursos estéticos posmodernos con mayor eficacia política, estas formas fragmentarias más recientes no sólo que se montan sobre el anterior fundamento, sino que, apoyadas en mucho mayor grado sobre aspectos sensoriales, se constituyen en un medio mejorado para similares propósitos.
Los años que antecedieron inmediatamente a la incorporación de los procesos digitales en fotografía encontraron a la teoría fotográfica en desarrollos de aristas neopositivistas. Una vuelta al fundamento técnico (que había definido al medio en su surgimiento y durante todo el transcurrir del positivismo del siglo XIX), volvía para generar unos efectos bien eficaces en el contexto posmoderno: relegar los análisis culturalistas y establecer condiciones tendientes a la desobjetivación (la extensión inusitada de la teoría de la huella que reducía el acto fotográfico al mero hecho físico consistente en la alteración molecular de los haluros de plata y dejaba para un segundo momento la instancia cultural del análisis). A grandes rasgos, varias derivaciones de estos planteos —que no se han podido desarrollar por motivos de extensión— han continuado vigentes durante los 90. Sin embargo, el cambio cualitativo operado en el ámbito de la circulación de las imágenes digitales abrió la posibilidad de volver a politizar la discusión. Al desplazar el análisis desde el a priori técnico hacia la producción y el consumo entendidos en sus diferentes posibilidades, los estudios culturales sobre fotografía han vuelto a ganar espacio frente al relego que tuvieron durante casi quince años. Al mismo tiempo, y como contrapartida, la dilución de “lo fotográfico” en “lo digital” impone repensar a la fotografía, obligando a resituar aquello que algunos habían llamado “pos-fotografía” hacia mediados de los 90 para referirse a procesos aún analógicos.