En 1998, y como producto de una investigación sobre los ejemplares más antiguos de la biblioteca de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires, organizamos con la Lic. Alejandra Benítez, una exhibición de estos libros y de sus imágenes. A la vez, se editó un libro, La biblioteca Imaginaria,1 que comenzó como un catálogo de la muestra y se convirtió en una reflexión sobre la naturaleza compleja e innovadora de los libros de arquitectura y perspectiva entre los siglos XVI y XVIII. El contacto concreto y real con estos objetos en la biblioteca, con sus páginas, con sus grabados y sus textos nos permitió empezar a vislumbrar, de una manera deslumbrada, el enorme cambio que significaron estos antiguos objetos editoriales en la cultura visual de Occidente. De hecho, todas las referencias que se hagan de ellos son producto de una inspección directa de los ejemplares concretos, y es desde esta experiencia y este contacto, que propongo las siguientes reflexiones.
En su libro Deep Time of the Media,2 Siegfried Zielinski propone un itinerario muy poco lineal de ciertos momentos de la tecnificación del oír y del ver. De hecho, en la introducción, el propio Zielinski narra cómo el encuentro, en la biblioteca de la Universidad de Salzburgo, con un surtido corpus de originales manuscritos e impresos de Giovanni Della Porta, Athanasius Kircher, Christoph Scheiner y otros -que provenían, a su vez, de una biblioteca jesuítica-, le permitió ponerse en contacto con todo un conjunto de «hasta ahora invisibles estratos y eventos en el desarrollo histórico de los media».3
La mirada de Zielinski me transmite la misma fascinación que tuvimos en el momento de nuestra exhibición: si bien, en nuestro caso particular, estábamos enfrentados a un conjunto mucho más modesto y limitado de libros, de todos modos se nos revelaba lo escaso y fascinante del conocimiento de primera mano de estos objetos en las historias oficiales sobre los medios técnicos. Una primera explicación es que hemos perdido la percepción funcional de estos artefactos, quizás por una especie de exaltación simplificadora de los entramados ideológico-culturales en los que pueden ser insertados e interpretados. Se suele prestar atención principalmente -y a veces solamente- a una significación cultural genérica, abstracta y por momentos casi supernumeraria, como si su último sentido hubiese sido el de confirmar retóricamente -y, a modo de ejemplo, a la mano del historiador-, los relatos más rutinarios sobre la aparición y desarrollo del libro impreso en la sociedad europea del Renacimiento. Esta mirada hacia estos objetos activos del pasado, de alguna manera pasiva, ha eclipsado su carácter técnico innovador, en una ya tipificada, lineal y evolutiva «historia del conocimiento», que a veces desatiende la condición de artefactos que estos objetos tuvieron. Una anacrónica percepción, afectada de solemnidad o generalización, se detiene muchas veces en las connotaciones retroactivas de ciertos hechos, a expensas de su sentido concreto y vital, cuando aquel pasado era un presente. Precisamente, en el prólogo a Deep Time of the Media, Timothy Druckrey acusa a muchos estudios sobre los media de «anémicos y evolucionistas». Atrapadas en trayectorias progresivas, «estas historias han reforzado teleologías que simplifican la investigación histórica e intentan exponer un modelo evolucionista» que se relaciona con una especie de «equilibrio sostenido por un itinerario perezoso, que ha asimilado confortablemente a los media catalogando sus formas, sus aparatos, su predictibilidad, su necesidad».4
Este «laissez faire» de los historiadores de los media ha alimentado, para Druckery, tanto la sobresimplificación como la imprecisión: «La historia es después de todo, no el mero acumular de hechos, sino un revisionismo activo, un necesario discurso correctivo, y fundamentalmente, un acto de interrogación no tanto de los hechos, sino de aquello que se ha hecho a un lado, lo olvidado, lo pasado por alto.»5
Desaparecidos sus contextos de uso y separados estos libros específicos de su rol técnico y pragmático, de su condición «experiencial», se diluye su aspecto utilitario como herramientas para el trabajo del arquitecto o del diseñador, para quedarnos sólo con su significación sociológica -innegables por otra parte- de sus contenidos. De hecho, revisando aquel ensayo de 1998, La imagen es el texto,6 se reestablece un diálogo diferido en el tiempo y en el espacio -¿y no es acaso ése el poder mismo de los libros?- en el que aparecen, todavía más claramente, los aspectos «maquínicos», textuales y visuales (y de algún modo «audiovisuales») de estos objetos que no por bellos o arcaicos, son menos técnicos.
¿Es posible entender estos tratados y manuales de arquitectura, dibujo y perspectiva como ejemplos de una nueva tecnología textual-visual, «máquinas» en cierto sentido?
Por una parte es indispensable retomar contacto con la idea de que toda lectura de un texto escrito supone -antes que nada- una forma de reproducción en el sentido técnico del término, asociada a la idea de memoria o archivo, y a la actualización o recuperación de este archivo. Desde este punto de vista, un texto impreso es una forma particular de notación, en la que una serie de símbolos y una serie de reglas permiten la codificación y decodificación de la información. Se trata, en este análisis, de volver a detectar la cuestión técnica de esta acción, que es la que posibilita, en todo caso, su dimensión semiótica. El texto escrito guarda información, almacena datos a través de un procedimiento técnico, la escritura, que conlleva en sí, como práctica tecnológica doble y completa, los procedimientos de registro y recuperación, es decir, escribir y leer. La actualización de los datos contenidos en el archivo requiere de una práctica concreta, una habilidad técnica que traduce determinadas organizaciones de símbolos o caracteres gráficos a otras series de símbolos o caracteres verbales. La naturaleza de esta práctica que, por supuesto, es una práctica cultural compleja y que involucra una gran cantidad de otras prácticas contextuales, ha sido analizada desde distintas vertientes teóricas y encuadrada, a su vez, en distintos esquemas históricos.
En otro campo cercano en varios sentidos, la notación musical nunca perdió su condición de mediación técnica, dada quizás por la mayor certeza de la condición de arte alográfica7 atribuida a la música, quizás porque ésta retuvo sus características mnemónicas orales-gestuales por mucho más tiempo que la palabra. Gérard Genette distingue dos tipos de objetos de inmanencia para las artes: el de inmanencia física y el de inmanencia ideal.8 El primero es representado por los objetos de la escultura y la pintura (tradicionales) y el segundo, esencialmente, por la literatura y la música. La literatura, sin embargo, estabilizada progresivamente a partir de la invención de la imprenta, es decir la fijación tipográfica del texto y del libro, al erigirse progresivamente como actividad autoral, concede al acto de escribir, precisamente a lo autográfico,9 la condición de reunir en un solo acto ideal, la concepción de la obra y su traslación a un sistema de signos, deliberada confusión entre lo técnico-mecánico (poner por escrito) y lo eidético-estético, «escribir».10 Se va determinando así, con el correr de los siglos, una circunscripción léxica del término «escribir», asociado sólo con el acto privado y personal y, por lo tanto, vinculado al momento mental y creador y no al dispositivo material y reproductor, es decir, técnico: de los escribas a los escritores.
Es en este sentido en el que se puede afirmar que la lectura, como polar a la escritura es, desde el punto de vista tecnológico, una «práctica gráfica».
Los libros impresos, considerados por varios autores como los primeros productos industrializados y producidos en serie de la cultura occidental, tecnificaron definitivamente, a través del procedimiento tipográfico -una tecnologización de una tecnología- estos procesos y prácticas gráficas de escritura-lectura, y reemplazaron el trazar de la escritura manual por el componer del armado tipográfico. Se pone en marcha así una serie de mutaciones como el reemplazo de la producción analógica de la superficie textual por su producción mecanizada («digital», por lo menos en su aspecto de sistema de unidades discretas, los tipos móviles) a partir de la cual se obtiene una página reproductible e idéntica. Veremos cómo esta identidad, esta garantía de estabilidad gráfica, fue extendida rápidamente hacia el terreno de las imágenes. Sumada al nuevo soporte impreso aparece la capacidad de transmitir y reproducir información visual a través de lo visual. Y en la serie de mutaciones mencionadas, los grabados constituyeron la nueva tecnología analógica de imágenes (para que llegara su digitalización debían pasar algunos siglos) que acompañaba a la tecnología digital de la escritura tipográfica. Sin embargo, a modo de presagio, era usual que hubiera partes combinables -fondos, marcos o guardas, etc.- que recreaban y reproducían distintas imágenes.
Esta garantía de reproductibilidad fiel, potenció más adelante el desarrollo acelerado de imágenes de «alta precisión» ya que la información que se inscribía en ellas podía ser reproducida, es decir transmitida sin cambios ni errores a través de los nuevos medios técnicos. La calidad de estas imágenes es directamente proporcional a la conciencia de su protagonismo, cada vez más central en la difusión de conocimiento. En el ámbito de la teoría y la práctica de la arquitectura y del diseño, se reemplaza una cultura sólo verbal, descriptiva y abstracta por una de imágenes complejas y precisas, irreemplazables por el texto, devenidas ellas mismas texto visual, interactuantes con el texto verbal.
Nos encontramos entonces frente a varias tecnologías entrelazadas y mejoradas en una especie de multimedia de lo impreso: la escritura alfabética como tecnología de la palabra, en la terminología de Walter Ong,11 potenciada por la imprenta,12 y la posibilidad de reproducir imágenes en el mismo soporte, si bien durante bastante tiempo con procesos tecnológicos diversos (tipos metálicos móviles en un caso e imagen grabada en madera, en el otro) para el texto y la imagen.
Mario Carpo llama «biblioespacio»13 a este nuevo ámbito de información: una nueva dimensión comunicativa que encuentra en el libro impreso la simultaneidad y -podemos agregar- la interacción entre texto e imágenes concebidas en un espacio físico y simbólico propio. Y este biblioespacio es producto a la vez que establece intrínsecamente una nueva modalidad de relación tecnológica. Para ello debemos ampliar nuestra noción de tecnología, es decir, no sólo tomar en cuenta los objetos que son producto de procesos técnicos complejos -y el libro impreso lo es- sino los sistemas mismos, de algún modo virtuales e inscriptos en estos objetos que son los que proponen una relación tecnológica de interacción.
En esta línea de razonamiento, la invención alfabética es para Ong tanto un sistema técnico que permite un nuevo modo de escritura -y, por lo tanto, de codificación de la información verbal- como un nuevo modo de recuperarla. Desde esta mirada, se trata de las actividades y mecanismos tecnológicos que desarrolla el operador (el lector en este caso) en contacto con el dispositivo, la máquina alfabeto, que requiere una modalidad experta de uso material.14
Y, si como sugiere el mismo autor, las tecnologías no son sólo recursos externos sino transformaciones interiores de la conciencia, hay también un plano virtual e inmaterial de las tecnologías que se traduce en la ampliación de capacidades e interacciones, siempre estructuradas en torno a una forma de maquinaria material-simbólica y a su operación correspondiente por parte de sus usuarios. Desde esta perspectiva debemos refrescar la percepción del libro, y de estos libros en particular, como objetos verdaderamente tecnológicos, debido a que las prácticas a ellos asociadas son tan habituales para nuestra cultura que quizás hemos olvidado el status tecnológico de sus «prestaciones».
Propongo, por lo tanto, analizar con más detenimiento la naturaleza misma del acto de lectura necesario para poner en funcionamiento estos biblioespacios, estas interfaces icónico-textuales.
En términos genéricos, muchos de los textos de estos tratados describen una serie de procesos de lectura y visión, instrucciones articuladas en pasos o etapas de un procedimiento, en el que la linealidad de la acción, es decir, su carácter secuencial estricto, es esencial para la correcta interpretación y ejecución de la práctica propuesta. Lo que estos textos describen no es sólo una consideración o un mero análisis de las figuras, sino en muchos casos, una verdadera «performance lectora» que ha de realizarse a través de una colaboración entre lo verbal y lo visual.
Se trata, en esencia, de geometrías relatadas o de narrativas geométricas que parecen provenir de instancias muy antiguas, en las que «como un discurso, una construcción geométrica es un proceso que se despliega en el tiempo».15 Aparece aquí claramente el origen oral de estas prácticas que describían unos pasos de manera precisa y que, seguramente, en culturas en las que la escritura no había simplemente suplantado a la oralidad (como a veces se afirma) eran memorizadas para poder ser vueltas a producir, a re-producir. Un aspecto sugerente de este género de textos es que quedaba en estado latente su dimensión oral original, aspecto que retomaremos más adelante.16
El cambio que proponen los nuevos libros impresos a partir del primer tercio del siglo XVI es el de la presencia y actuación de las imágenes en el mismo plano que el texto. Lo que antes era una fórmula que, recitada una y otra vez, permitía al técnico volver a producir una construcción geométrica, se vuelve patente ahora como una visualización didáctica de esas fórmulas y procedimientos.
¿Reemplazaba esta visualización a la geometría oral tradicional de los textos? No en todos los casos, podemos suponer. Los momentos descriptivos quizás se transformaron definitivamente en lectura silenciosa,17 en el caso de ilustraciones de fragmentos de arquitectura clásica, los excerpta; pero podemos conjeturar que en los casos en los que se desplegaba un relato geométrico complejo -por ejemplo, en los tratados de perspectiva pero también en los de arquitectura a través de los cinco órdenes Serlianos-, el lector leía en voz alta para recuperar en el plano auditivo el texto verbal y dedicar toda su energía visual a recorrer los esquemas y figuras.
En estas páginas mixtas, las gráficas contienen todo lo que el texto no puede contener pero, a la vez, dependen de un tipo muy especial de textualidad que necesita ser «interpretada» en el sentido de la práctica musical. El ojo detecta lo que la voz del texto explica y la mano (o el dedo) señala y recorre.
Se conjugan así tres prácticas a través de tres tecnificaciones: la verbal, a través de la lectura; la visual, a través de la instancia esquemática; y la háptica, a través de una práctica que podríamos llamar con cierta precisión quirográfica, ya que involucra a la mano y a los dedos como aparato reproductor de un archivo gráfico, en este caso de la imagen. Se trata de una práctica corporal bastante compleja y en ese sentido es que podemos hablar de una «audiovisión diferida».
La mirada que actúa sobre estas imágenes no es la misma que lee el texto. En realidad, es como si se estuviera almacenando en una memoria provisional lo que se va leyendo para luego (sucesivo en el tiempo, a veces, pero simultáneo en la interacción) proceder a un trabajo específico con esta imagen funcional que es activada por el ojo que recorre, casi como un dedo, sus detalles y también sus momentos -ya que esta gráfica contiene «tiempo preformativo» a pesar de su aparente estatismo visual de imagen fija-. Para accionar estas interfaces se requiere un modo concentrado que reúne a su vez, sinestésicamente, una audición interna y/o externa (esto último si aceptamos que un texto instruccional se recupera óptimamente a través de una oralización completa, es decir, audible físicamente), una visión interactiva -ya que no se trata de un estadio de simple espectador-, y una experiencia táctil que recupera la dimensión corpórea de lo representado y que casi siempre implica escenarios tridimensionales o espaciales.
Propongo que se las incluya, heréticamente, en el ámbito de las «imágenes técnicas», en un sentido doble: como producto, porque son el efecto preciso y concreto de una etapa importantísima en las prácticas técnicas del dibujo en su momento impreso, a través de procedimientos técnicos muy cuidados y específicos como el del grabado en planchas de cobre; y como productoras, porque tienen la característica de ser notación de una performance verbal-óptico-quirográfica que recupera la información contenida en ellas a través de una manifestación imaginaria de la cual son el dispositivo. Estas imágenes superan el rol de exempla para convertirse en una máquina latente e, incluso, en un «programa» a la espera de ser ejecutado.
La obra de Lucio Marco Vitrubio Polión (88-26 a.C.), los famosos Diez libros de Arquitectura,18 es el único tratado romano sobre arquitectura que sobrevivió, a través de un incesante trabajo de copia, a lo largo de la Edad Media (el manuscrito más antiguo es del siglo VIII) y que llega al siglo XV como uno de los textos más interesantes para convertirse en libro impreso. Fue, sobre todo, siempre un libro visualmente enigmático ya que llegó a la cultura renacentista sin sus imágenes originales (aunque con varias creadas a lo largo de su existencia manuscrita), imágenes «perdidas» mucho antes de que se lo recuperara en las prácticas de los copistas.
Según Mario Carpo, ciertos esquemas o diagramas (diagrammata) acompañaban algunos textos científicos griegos ya desde el 500 a.C.,19 sin embargo, si tomamos conciencia del método de reproducción de un texto en una época de textos manuscritos, no es de extrañar que haya habido siempre serias dificultades para la transmisión de las imágenes. Por ejemplo, para producir varios ejemplares de un texto escrito en el siglo II d.C, éste tenía que volver a ser oralizado (la dictatio) en una sala de escribas para ser transcripto por unos veinte amanuenses que escuchaban y escribían. De esta manera, un autor podía contar con veinte ejemplares que, más allá de las diferencias de grafía e incluso de los errores o incertidumbres propios de este tipo de transmisión, eran bastante cercanos al original en los aspectos esenciales. Tenemos que pensar que estas prácticas técnicas implicaban no sólo destrezas productivas sino también destrezas receptivas, es decir, públicos habituados a detectar y corregir errores de copiado y hábiles para inferir rasgos verbales del original deformados durante el proceso de reproducción.
El punto crítico de este sistema eran las imágenes que no podían «ser dictadas» de la misma manera y los científicos de la antigüedad sabían que la comunicación de datos visuales complejos no podía tener lugar a través de medios visuales. Las imágenes tenían que ser «traducidas» al discurso verbal. Como es obvio, este método ecphrastico -el término es propuesto por Carpo- tenía serios límites y de ahí que en sus Comentarios el gran geógrafo Ptolomeo desarrollara un sistema para reproducir imágenes cartográficas en una forma alfanumérica «que funcionaban como máquinas generadoras de imágenes».20 Al transformar las imágenes en un archivo de letras y cifras, Ptolomeo garantizaba una «transmisión» de las mismas sin las distorsiones de la copia. Este análisis de Carpo sustenta no sólo la legitimidad de entender ciertas prácticas gráficas, como la escritura, como tecnología telecomunicacional de la información verbal sino que se amplía a una noción «maquínica» para la reproducción de las imágenes, a través de los sistemas de coordenadas ptolemaicas: una especie de primer software de dibujo que, no obstante, deliberadamente prescinde de cualquier tipo de design-graphics, reposando en la transcripción a partir de datos discretos y codificados, menos espectacular pero más confiable.
En el caso del tratado de Vitrubio, escrito al parecer para funcionarios y gente de cierta cultura, las imágenes originales a las que el propio texto alude (unas diez aproximadamente) no fueron transmitidas, o se perdieron, o su autor, definitivamente más cómodo en la ecphrasis -es decir, en la descripción verbal de las mismas- más que en su notación nunca las consideró como parte del corpus textual.
Un texto, entonces, sólo para leer pero que requería de la intercesión de imágenes para ser elucidado completamente. El trabajo editorial desarrollado en torno a Vitrubio -y su mítica importancia para la tratadística arquitectónica- fue, junto a la tarea filológica sobre el texto, la de encontrar (inventar, por supuesto) las imágenes adecuadas, aquellas que mejor condensaran las descripciones y las ideas, las máquinas y los procedimientos que el texto establecía. Para los sucesivos editores, las imágenes se pusieron en una relación esencial con las afirmaciones verbales de las que no son simple «ilustración» sino una verdadera paratextualidad interpretativa. Sin embargo, como Carpo hace notar, «durante siglos la ecphrasis, el arte de la descripción, fue a la vez un género literario independiente y un componente esencial de las artes retóricas…».21
Es interesante comentar que las prácticas de la arquitectura medieval se basaban esencialmente en la descripción verbal de reglas y principios que seguramente dieron cabida a las tradiciones asociadas con el secreto de las prácticas técnicas -y, sobre todo, formales- de la construcción. Este sigilo, más allá de supuestas implicaciones esotéricas estaba íntimamente relacionado con el soporte mismo, la palabra. Como señala Carpo, «un discurso verbal, aprendido de memoria, tenía la ventaja de ser invisible».
Pero esta ventaja de invisibilidad es la que determinaba una manera específica de entender el método de proyección arquitectónica que debía prescindir de la notación visual y, por lo tanto, estaba condicionado por las limitaciones de la «mediación ecphrástica«, asumido como conjunto de fórmulas abstractas, universales y formales. Así, las reglas, que permiten más fácilmente su transmisión verbal, «toman el lugar de los modelos, que no pueden ser visualizados a distancia».
De hecho, lo que desaparecía, o lo que era imposible de fijar, era el objeto mismo, evaporado por la palabra abstracta y regulada en el doble sentido del término, y reemplazado por clases y categorías.
En una era «pretipográfica», nos recuerda Carpo, las imágenes no tenían utilidad científica porque un discurso científico debía ser transmisible y aquellas imágenes no lo eran; «en una cultura que carece de imágenes reproducibles y dadas las limitaciones de la mediación ecphrástica, el discurso teórico tiende inevitablemente a formalizar sus argumentos».22
Por lo expuesto, en el caso del texto vitrubiano, la presencia de las imágenes planteaba un problema que, con el acceso a las nuevas tecnologías de principios del siglo XVI, invierte su polaridad y se convierte en innovación. La imagen, a partir de allí, revela, saca a la luz lo que el texto describía oscuramente. Y al hacerlo, lo vuelve una maquinaria textual-visual. Como propone el prologuista de la edición de 1660 de los Dieci libri d’architettura de Giovanni Antonio Rusconi, éste tuvo como intención ofrecer «in disegno et in figure quello che fu lasciato scritto da questo Autore«.23
El primer Vitrubio impreso fue publicado en 1486 y era sólo para leer. En 1511 Fra Giocondo publica en Venecia la primera versión impresa acompañada de imágenes. En 1521, Cesare Cesariano da a luz, después de cuatro años de ingentes esfuerzos y conflictos, su Vitrubio, editado en Como por Gotardo de Ponte.24 Sus imágenes son de una contundencia visual desconocida hasta el momento. Cesariano, perteneciente a los círculos humanistas de Milán, propone una gráfica que desarrolla verdaderos conjuntos autónomos en los que se encajan y encastran imágenes y textos tallados en la misma plancha de madera como parte de una propuesta lecto-visual unificada. Se está gestando una verdadera innovación en la función y presencia de las imágenes en los objetos editoriales. Estos libros ya no son sólo texto sino que superan, en mucho, la idea de libros «ilustrados» toda vez que, como veremos, la dimensión visual que aportan establece e institucionaliza un nuevo diálogo entre «el ojo que lee» y «el ojo que mira»; una interacción compleja, dialógica y sobre todo, híbrida. El trabajo de Cesariano supera -desborda- la relación que presumiblemente Vitrubio quiso establecer entre texto e imagen. Asistimos a una innovación en el campo de la visualidad que se volvió constitutiva de la disciplina arquitectónica y de la tratadística sobre el disegno en general.
La imagen gráfica como visualización, como elucidación del continuum textual, como contraparte, como coprotagonista capaz de producir conocimiento en esta interacción de dos niveles tecnológicos y discursivos, el del texto verbal y el del texto visual.
Frente a los tratados de arquitectura y métodos de perspectiva editados a partir de mediados del siglo XVI, palpamos el corazón mismo de la conciencia del diseño en Occidente, su formulación como acto diferenciado de otras prácticas culturales. Y ésta es una conciencia visual en la que el papel de la imagen es determinante; para que esto sucediera fue necesario escribir los códigos, diseñar el lenguaje gráfico mismo como un gran sistema operativo, un idioma de visualización que diera cuenta de las relaciones entre lo que se dice y lo que se hace, lo que se describe y lo que se realiza.
Se llega a la idea de que «la esencia de lo visible no es lo invisible sino un sistema de línea de puntos», como acota Regis Debray al referirse a la geometrización del mundo en el Renacimiento.25
Perspicere: la mirada atenta, clara, posiblemente «a través de algo». La etimología revela la intencionalidad de una invención fundacional. En este sentido, Zielinski hace notar que las dos vertientes de los estudios sobre de la visión, la dióptrica y la catóptrica, de alguna manera determinaron dos campos de gran importancia para el trabajo y producción de imágenes a través de medios técnicos. La primera se relaciona con la refracción de la luz a través de cuerpos transparentes, por ejemplo las lentes. La segunda se interesa por los reflejos producidos por y sobre las superficies planas. Para este autor, y desde el punto de vista de una arqueología de los medios, se puede entonces señalar que: … los dióptricos -que incluye a los grandes científicos de los siglos XVII y XVIII que como Kepler, Galileo, Descartes y Newton, promovieron una física de lo visible- estaban interesados principalmente en los problemas de «mirar a través de«, mientras que los catóptricos estaban fascinados por los problemas de «mirar hacia» (looking through y looking at) (…) La yuxtaposición de estas dos miradas, en el doble sentido de la palabra, continua teniendo implicaciones y consecuencias para las tecnologías de la imagen hoy en día (…) Los primeros, los dióptricos son deudores de la idea de perspicere, de mirar a través de algo, en el sentido de…entendimiento».26
Podemos sugerir que el dibujo «científico» que aparece en el Renacimiento, en tanto que práctica gráfica reglada y codificada se convierte en una verdadera tecnología de la mirada; una mirada potenciada que lee e interpreta información técnica. Este orden, que proviene de una tecnificación no sólo del acto de mirar sino, esencialmente, del acto de imaginar -en el sentido de transformar en imagen lo que todavía no existe-, se obtiene a través del libro de diseño hecho de textos e imágenes en concierto. «Maridaje entre el ojo y la lógica matemática», en palabras de Debray, que produce y es reproducido en estos nuevos textos que contienen toda una didáctica asumida como una «estilización» de lo real por la visión, en el sentido en que lo entiende Erwin Panofsky.
Si la perspectiva tuvo siempre rango de método -en un sentido proto-moderno, ya que implicaba la unión de principios epistémicos con la regulación de una práctica «legítima» y metódica, es decir comunicable- es en los libros que la enseñan en profundidad donde se llega a comprender su condición operativa, transmisible a través de un medio impreso que requiere ser actuado por el lector estudioso y atento que lee, mira y procede a partir de estas instrucciones. Este libro se convierte en instrumento de autodidactas, un tutorial que pretendía interactuar con un lector usuario.
Para Daniele Barbaro, que en su Pratica Della Perspettiva (Venecia, 1568) subtitula la quinta parte como Nella quale si espone una bella & secreta parte di perspettiva, está claro que ésta involucra dos aspectos que guardan estrecha relación entre sí, «los principios» y «la práctica», ya que «questa prattica nasce da quelle principi». Esta especie de taxonomía editorial marcará todos los tratados de perspectiva hasta fines del XVIII. En ese sentido, Il Paradosso propone en su tratado, en 1672, que «la teoría da flores» pero que «los frutos no se recogen sino es con la mano, es decir con la práctica que pone en evidencia todo concepto bello».
Jean Francois Niceron, pertenciente al círculo del padre Mersenne, publica en 1638 La Perspective curieuse ou magie artificiele des effets mervelleux. De su libro interesa sobre todo el carácter lúdico, es decir operativo, que ofrecen los dispositivos ópticos y en él encontramos gran cantidad de ejemplos de anamorfosis con un desarrollo detallado, que permitía a cualquier lector «curioso» la realización concreta de un repertorio de trucos visuales. Tal como la detalla Zielinski, en la tradición de Giovanni Della Porta que, bajo el término magia artificial, engloba los efectos e ilusiones producto de la dióptrica y la catróptica, esta vertiente del saber óptico encuentra en la gráfica editorial un medio para explicitar y transmitir lo que podríamos denominar las instrucciones de lo maravilloso.
Si bien Brewster inventó el calidoscopio en 1816 no es menos interesante el dispositivo de Niceron en las planchas 23 y siguientes de su libro: una variante «telescópica» de los procedimientos anamórficos en la que, a través de una lente con una talla muy compleja y a la distancia adecuada del dibujo, se puede obtener una imagen hecha de fragmentos de imágenes, un «collage óptico». Dentro de esta categoría cabe también el Pantographiche seu Ars Delineandi, de Christophorus Scheiner, publicado en Roma en 1631. En él, un artilugio mecánico como el pantógrafo es propuesto como instrumento infalible –artificiis infallibilibus– para la reproducción proporcional de diseños.
Como complemento del asombro y la complacencia frente a la efectividad óptica de la perspectiva, los tratados intensifican su herramental gráfico hasta convertir a la página en un dispositivo visual complejísimo. En efecto, no se trata ya sólo de representar con corrección y legitimidad el objeto en sí, sino de poder visualizar su estructura a través del espacio vítreo y aséptico de la página. La forma es el corolario de un accionar óptico-demostrativo, que requiere de una pureza de lenguaje que sólo una gráfica de líneas altamente mecanizadas puede ofrecer.
Lo que estaba limitado a un texto y a una enumeración descriptiva y sucesiva es verificable, realizable ahora en simultáneo con una imagen-construcción que modeliza los desplazamientos del ojo. Y el ojo mismo, su movimiento como vector o cursor se convierte en instrumento de una tecnología visual, materialmente liviana y conceptualmente muy refinada. El control sobre lo que podríamos llamar «pulsos del mirar» implica la idea de que la mirada es más que un acto de recepción: se trata de un posible agente de generación de la forma.
Abraham Bossé. Maniére Universelle de Mr. Desargues pour pratiquer la perspective (Manera universal de Sr. Desargues para practicar la perspectiva), París, 1648
Un ejemplo elocuente de esto lo encontramos en las páginas de Maniere Universelle pour practicquer la perspective par petit pied de Girard Desargues -cercano a Pascal y Descartes, y publicado por Abraham Bossé en 1648-. De una gran calidad gráfica, este libro de pequeño formato (17 x 11 cm) presenta en sus planchas 1 a 4 lo que Bossé llama «un medio sensible para ayudar a la imaginación a representar los llamados ‘rayos visuales'». El procedimiento consiste en fabricar un cuadrado de un material firme y pesado y fijar en sus cuatro vértices otros tantos hilos delgados. Tomando sus extremos entre los dedos, se aconseja mover la mano en varias direcciones para visualizar cómo se altera la pirámide cuya base es el cuadrado antes mencionado. Luego hay que acercar a uno de los ojos los dedos que sostienen el haz de hilos, es decir, poner en contacto la mirada con la cúspide de la pirámide óptica. Mirando a la vez el cuadrado del que parten los hilos tensados, se ve «como si cada uno de los ángulos del cuadrado viniera hacia tu ojo a lo largo de cada uno de los hilos». De esta manera, nos dice Bossé, «puedes representar la masa entera de todos los rayos visuales juntos», es decir, el «rayonnement de la veüe«.
Verdadera materialización de lo invisible, el procedimiento propuesto es un entrenamiento de la imaginación para ver el concepto a través de un dispositivo concreto que desaparece en una percepción que lo virtualiza, dando lugar a la aparición del modelo conceptual. Si hay un objetivo en todas estas propuestas, es el de ofrecer una didáctica «autosustentable», a través de una pedagogía de la imagen, refinada y estandarizada en su univocidad. ¿Cuáles son los recursos que permiten «leer» estas imágenes?
Por un lado se propone un sistema de referencias que podríamos llamarlo indexical, propio de las demostraciones geométricas. Las letras son elementos que señalan otros elementos conjugando un sistema de instrucciones para poner en acción a la imagen. La representación gráfica se vuelve una compleja «paravisualidad» y transforma la superficie especular de la ilustración -looking at- en dispositivo de visión -looking through-. Éste es el punto en el que se realiza la condición tecnológica propiamente dicha de estos libros al pasar del rol usual de las imágenes -el de ser representación-, al de instrumento. Hay que enfatizar que los procesos de dibujo y producción de formas e imágenes tenían verdadero rango de mediación técnica, no ya como habilidad aprendida a través de un oficio no formalizado, sino por la frecuentación de estos métodos que son en sí una forma de «software conceptual» en un soporte analógico.
Thomas Malton. A Complete Treatise on Perspective in Theory and Practice, Londres, 1776. Perspectiva práctica aplicada para redondear objetos
El libro de Thomas Malton, A Compleat Tratise on Perspective, fue publicado en 1776. Su autor aclara que «sigue los principios del Dr. Brook Taylor» y es uno de los más finos ejemplos de cómo se pueden articular en una misma interfaz gráfica, aquellos dos aspectos antes mencionados, los de la teoría y la práctica, la episteme y la tekhne. Los principios -teoría- se aclaran por la práctica modelizada, «made clear by moveable schemes and diagrams«.
Y esto es literal: los grabados, de una calidad asombrosa, presentan la originalidad de ofrecer verdaderos planos rebatibles de papel, plegados y pegados a las láminas y munidos de hilos (continuando la práctica que señalamos en Bossé), que permiten manipular los movimientos en tridimensión con un gran efecto persuasivo. Es un escalón más en esta búsqueda de la activación técnica de la superficie de una imagen para volverla operativa y mecánica. Es más, se trata también de volver real y palpable la dimensión metafórica de la geometría descriptiva y los métodos de perspectiva en general, que suponen movimientos y desplazamientos virtuales en una especie de espacio idealizado, y que es a su vez un modelo de un espacio concretable por el dibujo y el diseño. La representación del diagrama ideal se transforma por unos instantes en simulación sensorial, óptica y háptica. El libro es la máquina que contiene estos mecanismos, virtuales y materiales, a la espera del lector interactor.
Malton no hace más que llevar a un clímax el carácter activo de todos los métodos. En esta genealogía de textos, la portada de un tratado anónimo (atribuido a un jesuita de París) publicado en 1726, es elocuente y resume el espíritu de estos libros a través de conceptos como «easy method» o «designing truly without understanding any rule at all«, prometiendo al lector-usuario satisfacer su deseo de proceder inmediatamente con la práctica de la perspectiva sin complicarse con las «intrincacies of theory«. Aquí, en la maduración de la capacidad divulgadora de los manuales científico-técnicos (que desde fines del siglo XVI comienzan a desplegar su búsqueda de lectores curiosos, atentos a las novedades y utilidad de los conocimientos prácticos) percibimos el sentido último de estos desarrollos gráficos y conceptuales, y encontramos, en definitiva, su vinculación con el proceso de maquinización de las imágenes ¿No es esto lo que los softwares contemporáneos prometen permanentemente? Un poder operar sin conocimiento fundante, una capacidad para producir fácilmente, «amigablemente», sin los rigores del saber teórico especializado. La tendencia home de los productos digitales contemporáneos equivale, creo, a aquel poner al alcance de la mano del aficionado (a través de aquellos «manuales») los intrincados -y otrora secretos- saberes y prácticas de los eruditos.
Los tratados de perspectiva y dibujo, entre los siglos XVI y XVIII, promueven un paso decisivo en la función de las imágenes para el conocimiento y la comunicación de métodos de representación. Lo decisivo de estos libros se relaciona con el pasaje de la transmisión verbal y cifrada de las imágenes (descripciones y reglas, sin visualidad) a la presencia específica de las mismas no como simple ilustración (que también lo fueron en mayor o menor medida) sino como verdadera visualización de procedimientos gráficos complejos que interactúan a veces con un texto, a veces por sí mismas. Tengamos en cuenta que la evolución de los libros impresos se dio en varias direcciones. Por un lado, la consagración estética y ética de un objeto industrial que a través de la continua evolución del diseño de fuentes tipográficas, organiza definitivamente la percepción y la cultura de lo escrito en Europa y América.
Por el otro, la creación y reproducción de textos con imágenes y, entre ellos, los específicamente didácticos que instalan una primera era de visualidad reproductible catalizando la producción de contenidos específicos, pensados para ser impresos y vendidos a un público cada vez más amplio. Como efecto de retroalimentación de la nueva tecnología, la de la imprenta, se optimizan las cualidades de las nuevas imágenes, desde los grabados xilográficos de los primeros tiempos a las virtuosas planchas de cobre de los siglos XVII y XVIII: entre los primeros, Vitrubios y Serlios y L’Enciclopédie. Y es este linaje el que introduce una dimensión de hibridación en un objeto aparentemente relacionado tan sólo con las prácticas lectoras clásicas, con eje en el discurso verbal, literario, filosófico-teológico. Y es el que inaugura una práctica multimedial relacionada con el conocimiento y, en todo caso, a partir de allí, con el arte. Porque las interacciones entre imagen y texto que se proponen no tienen que ver con la contemplación estética de la imagen, sino con su construcción precisa, transmisible, metódica y operacional.
Libros maravillosos, máquinas gráficas hechas de papel y tinta que pusieron en escena una tecnología perceptiva y productiva casi inmaterial, y que señalan, creemos, los comienzos inesperados del itinerario que hoy transitan todas las tecnologías de la imagen y la palabra en su búsqueda multimedial de la visualización total.