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Lo viejo y lo nuevo ¿qué es del cine en la era del post-cine?

A lo largo del siglo XX, el cine acompañó las transformaciones centrales de la sociedad moderna. Un recorrido historiográfico permite ver cuál ha sido y será el papel del cine en el mundo contemporáneo.

Publicado en diCom 2009 | Publicación original MEACVAD 08, Jorge La Ferla (comp.), Artes y medios audiovisuales: Un estado de situación II. Las prácticas mediáticas pre digitales y post analógicas, Buenos Aires, Aurelia Rivera, Nueva Librería, 2008

Germania anno zero (Alemania Año Cero) de Roberto Rossellini (1948)

El cine es una muy curiosa forma artística. Por un lado, hay quienes lo siguen considerando, respecto de disciplinas tradicionales, un joven recién arribado —y por caminos atípicos o no del todo claros—, al mundo de las artes. A veces, aún hoy, en el terreno de diferentes instituciones debe pugnar por su consideración como arte con pleno derecho. Tal vez por su condición constituyente de haber sido inventado como máquina de visión, aparato movilizado de acuerdo a la mayor parte de sus desarrolladores por el afán de conocimiento del mundo visible, por su pertenencia al complejo mundo de las imágenes técnicas, por estar particularmente necesitado de una operatoria maquínica para que sus imágenes puedan suceder —más en términos de acontecimientos temporarios que de objetos palpables a atesorar—. Imágenes en el tiempo y hechas con la misma materia que le otorga un tiempo hecho visible. Rara arte entre las artes. Pero así como por una parte, corriendo los inicios de su segundo siglo de existencia desde la partida de nacimiento otorgada por la difusión del cinematógrafo Lumière, al cine se lo puede observar aún demasiado joven, resulta que por otra ya hace tiempo que para algunos es demasiado viejo. Es célebre la sentencia que parece haber nacido de Antoine Lumière, padre de los hermanos inventores, y que sus hijos compartieron sin dudar: Antoine, organizador de la primera función pública paga, repetía a un azorado Méliès en la noche misma del 28 de diciembre de 1895, que el cine es un invento sin futuro: “Puede ser explotado durante algún tiempo como curiosidad científica, pero fuera de esto no tiene ningún valor comercial”.1 Un capricho pasajero ligado a las modas modernas, que en todo caso perduraría, entre microscopios y aparatos afines, como asistente visual de laboratorios científicos.

Más allá de ese ambiguo sentimiento en el inicio, cierto optimismo consustancial a un arte de masas en expansión —acaso también ligado a la fe en el progreso técnico—, hicieron que las décadas siguientes fueran dominadas por una impresión, o al menos la voluntad, de una plenitud. Luego de los vértigos y transformaciones de sus dos primeras décadas, el asentamiento de eso que hasta hoy es llamado cine clásico, fue una experiencia que disimuló en cierto modo esa fragilidad inicial. Pero algo pasaría a mediados del siglo pasado que iba a marcar el inicio de una conciencia abrupta de pérdida en el seno del arte cinematográfico. Más bien fueron un conjunto de cuestiones, todas relacionadas: algunas de orden técnico, otras culturales en sentido amplio, y otras de cuño específicamente estético. Esta conciencia de algo que comenzaba a plantear una falla en el cuerpo mismo del cine fue percibida por algunos cineastas y críticos. Abarcaba, según las consideraciones, tanto el campo cinematográfico como un terreno mayor vinculado a un ensanchamiento de la iconosfera, ese universo de imágenes técnicas que en aquella década del 50 incorporaba la expansión de la imagen electrónica bajo el modo de la instalación a escala planetaria de la televisión como medio de comunicación masiva. Un tanto inadvertidamente, luego de ser considerado como arte decisivo y formador de conciencias —y a conciencia—, en la posguerra y de la mano de movimientos como el neorrealismo italiano y su propuesta de reconexión reparadora entre cine y mundo —arma fundamental para la reconstrucción del concepto mismo de humanidad entre las ruinas (cf. la experiencia límite y emblemática, escasamente entendida en su tiempo, de un Rossellini hacia 1948 con Alemania Año Cero)—, el cine vivió el drama de un desplazamiento. La misma teoría y la incipiente investigación académica vivieron el sismo que implicó esa ola expansiva de una televisión joven, buscando un lugar que no renegaba de las transacciones con el cine, tomándolo como un insumo o una referencia tan decisiva como igualada a aquella de la radio, el periódico o innumerables formas del espectáculo que canibalizó de modo casi espontáneo en su primera década. La naciente filmología —iniciativa disciplinaria multinacional generada en la posguerra— unificó el esfuerzo de psicólogos, filósofos, antropólogos y otros cientistas sociales en el afán de entender el papel del cine en el mundo contemporáneo luego del trauma de la guerra: desde 1947 éstos venían publicando los resultados de sus experiencias de campo, sus experimentos y sus ensayos en su Revue Internationale de Filmologie, y habían llegado a un punto de apogeo que podría situarse en torno a la publicación del influyente volumen coordinado por el filósofo y profesor de la Sorbonne, Etiènne Souriau, L’universe filmique.2 Allí, acompañado de un cuerpo de eximios colaboradores, Souriau legitimaba, en un mismo movimiento, al cine como forma artística mayor y como fuerza social determinante en el mundo contemporáneo. La impresión de realidad en la imagen cinematográfica, la actividad del espectador, las aventuras del espacio y tiempo en el film, la imaginación, lo fantástico y lo maravilloso, la poesía cinematográfica y la integración de imagen y sonido eran allí examinadas bajo la perspectiva de un halo de plenitud que era el mismo que había sido propio del cine en su periodo expansivo. Extraña consagración, ya que en el mismo instante de un reconocimiento académico ejecutado a la par de un esfuerzo investigativo que, para usar el vocabulario de entonces, cabría denominar de modo cabal como multidisciplinario, aparecían, como veremos un poco más adelante, señales de ciertas fisuras perceptibles para aquellos atentos a las manifestaciones de modernidad cinematográfica, ya frecuentes en la pantalla. Aunque la revista y el instituto siguieran buen tiempo más, el esfuerzo filmológico fue de algún modo clausurado en esos años; ya el acaso más difundido volumen del antropólogo Edgar Morin, Le cinéma ou l’homme imaginaire, bien puede considerarse tanto un balance póstumo de la filmología como un estudio preliminar a algunas implicancias antropológico–psicológicas de un análisis del dispositivo fílmico.3 El cine, de ser un medio estrella y arte mayor en el universo estético del siglo, había pasado a ocupar un lugar acaso más restringido, como máquina de conocimiento —especialmente ligado a la antropología en la misma perspectiva de Morin, quien caracterizaba a su libro precisamente como “un ensayo antropológico”— y como un arte de masas, pero en crisis, vinculado a ciertas dramáticas transformaciones del hombre contemporáneo luego de los campos de extermino, de la bomba atómica, de la devastación masiva y la amenaza pendiente de una aniquilación definitiva para la cual, en lo técnico, ya estaban dadas las condiciones. Pero por otra parte, el cine ya no imperaba solo en el mundo de las imágenes que aparecían en pantalla. Otras imágenes, destellando más bien modestamente desde pequeñas e inestables pantallas, multiplicaban la experiencia audiovisual de modo algo incierto, pero ya evidente. Al inicio de la década siguiente, un pequeño y sugestivo volumen escrito por Gilbert Cohen-Séat y Pierre Fougeyrollas, quienes habían sido otros de los propulsores de la filmología, L’action sur l’homme: Cinéma et television, ya marcaba claramente el tránsito desde la consideración de centralidad en el cine a una iconosfera donde la imagen electrónica, especialmente impulsada en el plano de las masas y las técnicas, tomaba la primacía en lo que se pensaba ya como la “acción sobre el hombre” de un medio masivo que, desde otro tipo de pantallas, iba a configurar la segunda mitad del siglo.4

De un modo imprevisto pero palpable, en la misma afirmación de un universo audiovisual más complejo que el de la primera mitad de la centuria, un cierto estado de ánimo postcine se había instalado, desde los mismos inicios de la década del 60, en el seno de las ciencias sociales. Pero eso indicaba sólo una arista de las percepciones posibles, desde un campo atento al lugar de predominancia o crecientemente minoritario en el entorno audiovisual que se iba definiendo. Paralelamente, bajo la figura dramática de una “muerte del cine”, otros signos inquietantes habían marcado un tema que de por sí determinaría otro artículo que, siguiendo sus propios derroteros, lleva necesariamente esta cuestión a otra línea de desarrollo: la de una prolongada idea que acompaña la trayectoria íntegra del pensamiento cinematográfico, esto es, una conciencia de fugacidad, la evidencia de cierta condición efímera inherente a este arte de la modernidad cuyas imágenes se deterioran en el acto mismo de cada proyección, o son acechadas implacablemente por todo tipo de factores degradantes en su misma situación de almacenamiento, a lo largo de períodos de tiempo medidos en pocas décadas. Un arte indudablemente moderno, joven pero mal dispuesto al envejecimiento. Un arte del presente pero, en definitiva, con poca perspectiva de futuro. Sin pretensión de exhaustividad en el recuento de síntomas, pueden fecharse en el mismo apogeo del estudio científico y humanístico de los filmólogos los primeros síntomas de un cierre, bajo la forma literal del grito de una vanguardia tardía. En sus más tempranas intervenciones del periodo pre-situacionista, un muy joven Guy Debord emitía, en Hurlements en faveur de Sade (1952), su certificado de defunción del cine, en una doble maniobra que pensó superadora tanto del cine convencional como de las manifestaciones cinematográficas consecuentemente vanguardistas del cinéma discrepant de Isidore Isou o Gil Wolman, sus entonces compañeros letristas. Más allá del gesto de vanguardia tardía, la negación de Debord en Hurlements… era rotunda y abolicionista del cine entero. Si en el film, que no trataba de Sade, no había aullidos —sino que cinco voces alternaban sus enunciados con extensos tramos de pantalla blanca seguidas por lapsos en negro, provocando a los espectadores por la misma evidencia de una situación espectatorial en estado de extrema desprivación espectacular—, la consigna de que el cine se había acabado se lanzaba al rango de consigna. En la conocida formulación debordiana, la situación se resumía del siguiente modo: “El cine está muerto. El cine está muerto; no puede haber más cine”. Luego proseguía con una invitación no menos provocativa: “Pasemos, si lo desean, al debate”. La abolición del cine sería seguida por las batallas de Debord contra la sociedad del espectáculo; ámbito en el que, con el cine ya confundido en tanto fuerza coadyuvante, y con otros potentes promotores de una regulación y control social por medio de una imagen omnímoda y omnipresente, otros frentes reclamaban combate. No obstante su virulencia y lo que, luego de varias décadas, puede considerarse como una creciente influencia póstuma, la demanda de Debord por una negación superadora del cine no era una rareza, un fenómeno solitario. Desde un terreno muy distinto y apelando a otras razones —entre las cuales había también una crítica consistente al espectáculo convencional—, Roberto Rossellini fue uno de los primeros cineastas modernos en arribar, mediante un emprendimiento al que cabe calificar como una verdadera utopía de las artes audiovisuales, a la idea de un posible postcine que para él estaba a punto de abrirse por medio de la pantalla y la misma institución televisiva.

Brigitte Bardot y Michel Piccoli en Le mépris (El desprecio) de Jean-Luc Godard (1963)

1963 marca la fecha en que Rossellini abandona al cine. Este es el año del reflujo evidente del primer nuevo cine de Europa Occidental, la nouvelle vague. Es, también, el año de ánimo crepuscular, enrarecido, que puede advertirse condensado en la aparición de ese film emblemático de un verdadero canto del ci(s)ne que fue Le mépris (El desprecio) de Jean-Luc Godard. En las líneas finales de Le mépris, un veterano y casi ciego Fritz Lang trasmutado en cineasta de ficción cuando ya no podría serlo en el mundo real, emite la sentencia: “Debe terminarse lo que se ha comenzado”, y reemprende lo que seguramente es su rodaje final, un cine herido de muerte, en estado terminal. El gesto ficcional de Lang —guionado por Godard, que sólo un lustro más tarde emprendería, a su vez, su prolongado alejamiento del cine en pos de las potencialidades militantes o reflexivas del video— se corresponde con el pase de Rossellini hacia una imagen electrónica que juzga todo futuro:

Cine y televisión: la televisión constituye en la actualidad el más potente y sugestivo de estos dos medios de comunicación porque dispone de una audiencia mucho mayor. La televisión debería ser, por consiguiente, el medio más adecuado para promover una educación integral, es decir —según las palabras de Antonio Gramsci “una nueva Weltanschauung proletaria”—, un nuevo concepto de vida para el pueblo.5

El gesto rosselliniano daría lugar a un emprendimiento casi sobrehumano, entre el arte y la pedagogía, como nunca luego se lo volvería a ver en la pantalla de la televisión. Planteo que hace pensar que Rossellini fue para la televisión lo que Eisenstein había sido para el cine: solitarios fundadores de prácticas que intentaron redefinir el perfil de un medio y la misma condición de sus espectadores, aunando imagen y conocimiento. De esa empresa —y de la certidumbre de Rossellini de la conclusión de la era del cine— da cuenta acabada y emotivamente el bello documental de Jean-Louis Comolli, La derniére utopie.6 Allí puede notarse cómo, si bien comporta un giro rotundo, el pasaje de Rossellini hacia la televisión también puede ser considerado, desde otro ángulo, como la prosecución lógica de lo iniciado en el cine dos décadas atrás, bajo otro entorno tecnológico, discursivo y de relación con sus espectadores. En ese sentido cabe pensar en una dimensión transmediática en su producción, que permite dar cuenta no sólo de lo que cambió en esa mudanza, sino también de lo que continuó vigente en plena transformación, mutatis mutandis.

En aquellos tempranos años 60, en los que por diversos ángulos asomaba un ánimo crepuscular que hoy se percibe más bien ligado a la clausura de un cine, y de una idea de cine, que hemos convenido en llamar como clásico, se verificó también una influencia en el ánimo que mezclaba una curiosa asunción de ciertas paradojas inherentes a los “nuevos cines”. Éstos oscilaban entre el agotamiento por la persistencia en los márgenes y su cooptación por un mercado con grandes capacidades de asimilación —que transformaba los gestos y formas más desafiantes en un novedoso tipo de mercancía—. Nada hacía prever la aplanadora imaginaria del Nuevo Hollywood de los 70, cuya euforia infanto-juvenil y su arrogancia empresarial de alcance global sería acompañada por una cinefilia más bien negra, compartida por muchos cineastas y espectadores.

The State of Things (El estado de las cosas) de Wim Wenders (1982)

Los años 80 fueron, en su comienzo, llamativamente ambiguos en cuanto al ánimo celebratorio de un nuevo tipo de espectáculo ya unificado, el cine-televisivo, junto al lamento multiplicado de aquellos que diagnosticaban la definitiva “muerte del cine”. Podría considerarse al Wim Wenders de entonces, el de Nicks Movie, The State of Things o Chambre 666, como un síntoma destacado de aquel estado de ánimo. No parecía entonces tanto cuestión de tecnología (la televisión, el video) como de una avería imaginaria, una potencia imaginaria agotada en el imperio de otras imágenes. “Post” adquiría, en esos discursos, un indudable sesgo de Post-mortem. Pero los años siguientes reenfocaron la cuestión a ciertas evidencias de revolución en las técnicas y las prácticas. De nuevo, extrañamente convincente para muchos, el culto a un progreso técnico y superador de etapas obsoletas. Y así estamos. Al cierre del siglo, Robert Stam hacía, bajo el título “Post cine: la teoría digital y los nuevos medios”, el siguiente diagnóstico, que plantea más de un interrogante:

Aunque muchas voces hablan apocalípticamente del fin del cine, la situación actual recuerda extrañamente a los inicios del cine como medio. El “pre-cine” y el “post-cine” han llegado a parecerse entre sí. Entonces, como ahora, todo parecía posible. Entonces, como ahora, el cine “lindaba” con un amplio espectro de dispositivos de simulación. Y ahora, como entonces, el lugar preeminente del cine entre las artes mediáticas no parecía inevitable ni claro. Así como el cine en sus inicios colindaba con los experimentos científicos, el género burlesco y las barracas de feria, las nuevas formas de post-cine limitan con la compra desde el hogar, los videojuegos y los CD–Rom.7

Stam pasa revista a las transformaciones abiertas en lo audiovisual por la digitalización creciente, la pérdida de indexicalidad relativa al abandono de la imagen fotográfica tradicional —de origen fotoquímico—, los sistemas de recepción tanto hogareños como en sala, las fronteras desplazadas de la representación y actividad del espectador. Pero lo hace no sin destacar una curiosa correspondencia: “Estas posibilidades han desembocado en un discurso eufórico de la novedad, que en ciertos aspectos remite al que celebró la llegada del cine un siglo antes”.8 La situación que comporta esta euforia de la novedad, como reacción posible a la depresión por lo que se desvanece, también fue evocada en este breve fragmento de una conversación con Lev Manovich, a propósito de su entonces reciente The Language of New Media:

Periodistas: Peter Greenaway, en una entrevista que nos concedió, decía que todo lenguaje artístico tiene tres períodos: la aparición, la consolidación y finalmente el declive. En el caso del cine, él ponía como emblemas de cada uno a Eisenstein, Welles y Godard. Respecto de los nuevos media, ¿cómo situaría su libro en este marco?

Lev Manovich: Es cierto, en la década de los 10 y los 20 se crea el lenguaje cinematográfico clásico, y luego en los 70 se empezaron a repensar sus fundamentos… Respecto a su pregunta, digamos que me veo a mí mismo como alguien que está tratando de escribir una teoría del cine en el año 1900, porque hubiera sido fantástico que alguien hubiera hecho algo así. (…) Es difícil establecer estas analogías, pero se podría decir que estamos donde estaba el cine en 1905: ya había cierto lenguaje, pero unos años después apareció algo distinto. Definitivamente, creo que estamos sólo en el principio.9

Resulta muy interesante que, al introducir su pregunta, los entrevistadores de Manovich remitan al conocido planteo de Greenaway sobre la muerte del cine basado en la hipótesis de un ciclo de vida que cumpliría cada forma artística. Dicha idea, en la que este artista persevera desde fines de los años 80, estuvo en un comienzo a tono con aquel diagnóstico fundado en cierto agotamiento expresivo que hemos citado. Son muy difundidas e influyentes sus experiencias para la televisión británica y sus incursiones en el terreno de la hibridación entre imagen fílmica y digital a lo largo de las últimas dos décadas. Pero resulta interesante observar que en los últimos tiempos sus argumentos han girado hacia una fundamentación más bien tecno-social. En una masterclass dictada en el festival coreano de Pusan 2007 (uno de los encuentros de punta en lo que a tendencias del cine global respecta), Greenaway comparaba a los actuales movimientos del cine con los últimos coletazos de un dinosaurio afectado de muerte cerebral. Y fecha la muerte con día, mes y año: “La fecha de defunción del cine fue el 31 de septiembre de 1983, cuando el control remoto fue introducido en el living room, porque ahora el cine tiene que ser interactivo, un arte multimedia”.10 No sin tomar nota del extraño detalle de que septiembre tiene 30 días, y más allá del certificado de defunción que de modo entusiasta emite Greenaway, la crónica de esa masterclass prosigue: “Cada medio tiene que ser redesarrollado, de otro modo todavía estaríamos mirando las pinturas de las cavernas. Los nuevos medios electrónicos significan que se ha ampliado el potencial de expansión de lo que llamamos cine, muy rico de hecho”.11 Resulta muy sugestivo que además de las pullas habituales contra un cine al que considera un “patético medio adjunto” de la pintura, Greenaway no cese de oscilar entre denominar cine a la institución represesentativo-narrativa-industrial canonizada desde los tiempos de Griffith hasta el paradigma del nuevo Hollywood, o llamar así a un arte de la imagen que puede implicar un campo más amplio, desbordante de los preceptos de cierto tipo de relato o régimen figurativo. Como si en su discurso pujara la necesidad de dar sepultura definitiva a un cuerpo que, por sus movimientos, no se parece tanto al dinosaurio agónico de su relato como a uno afectado por entierro prematuro, que da paso a una plenitud hoy por hoy más prometida que avistada. Riesgo de pensar en términos de ciclos de vida lo que parece más bien algo relativo a una lógica fluida de elementos complejos, permanentemente dispuestos a la renovación y a la mutación. Hay en su alocución algo fundamental, que remite al texto pionero de Gene Youngblood, Expanded Cinema (1970):12 la posibilidad —que Greenaway admite en forma explícita— de considerar a eso que históricamente hemos llamado cine como una parte restringida de un campo proteico que no depende de determinaciones tecnológicas o especificidades atadas a un tipo particular de máquinas. Youngblood lo expresaba en forma sencilla, sólo aparentemente ingenua. Para él, el cine era como la música. No importaba tanto con qué instrumento podía ser ejecutada, si un piano, una guitarra o un órgano. Habría particularidades pero, en tanto forma artística, residía en un terreno diferente al de su despliegue técnico. En fecha tan temprana como la de Expanded Cinema, Youngblood recorría las posibilidades de un cine cibernético, un cine videográfico y —muy a tono con las expectativas láser de entonces— un cine holográfico. En todo caso, la restricción residía para él en los términos del drama convencional, que proponía reemplazar por una nueva forma de experiencia para la que reclamaba la participación de dimensiones sinestésicas y la consideración de claras zonas intermediales. En ese sentido, Arlindo Machado destaca que además de ser un referente crucial en el despegue del cine respecto de su determinación por un paradigma fotográfico tradicional, el artista y teórico también lo es en su postulación como el primer pensador de la convergencia:

Según la opinión de Youngblood, podíamos pensar el cine de otra manera, como un cine lato sensu, siguiendo la etimología de la palabra (del griego kínemaématos + gráphein, “escritura de movimiento”), que incluye todas las formas de expresión basadas en la imagen en movimiento, preferencialmente sincronizadas a una banda sonora. En ese sentido expandido de arte del movimiento, la televisión también pasa a ser cine, al igual que el video también lo es, y la multimedia también. Pensando de esa manera, el cine encuentra una vitalidad nueva, que puede no sólo evitar su proceso de fosilización, como también garantizar su hegemonía sobre las demás formas de cultura.13

La Jetée de Chris Marker (1962)

De ese modo, aunque el tono beligerante de Greenaway parezca abonar el decreto de extinción del cine, su posición actual en lo que a su creación artística respecta parece, en verdad, más bien próxima a la cultivada por ese artista intermediático que hace más de medio siglo viene perfilando una producción múltiple, inclasificable y de vitalidad renovada: Chris Marker. Siempre ha asombrado el modo nada traumático con que Marker ha navegado a lo largo de su vasta carrera por los intersticios de distintas formas culturales y artísticas: el libro, la fotografía, el cine, el video, la televisión, el CDRom e internet, demostrando los vasos comunicantes entre territorios que la tradición clasificatoria (sea como ejercicio intelectual, como necesidad técnica o de mercado) insistía en considerar como dotados de una especificidad irreductible. Raymond Bellour, el primero entre hoy muchos otros, ha explorado con minuciosidad estas experiencias que permiten pensar esa compleja constelación que acostumbramos a llamar cine, y desafiado permanentemente su consideración como un espacio con reglas fijas y fronteras rigurosamente cartografiadas. Se trata de una empresa de la que ha dado extensa e influyente cuenta a lo largo de dos décadas, entre otros, en los dos volúmenes de su L’Entre-images 1 y 2.14 Pero a pesar de estos casos, verdaderamente excepcionales, puede observarse que durante largo tiempo la tendencia predominante fue, a lo largo de distintas líneas de estudio —que pueden advertirse desde La comprensión de los medios y el McLuhan de los primeros años 60, hasta muchos desarrollos de la semiología en su fase expansiva—, pensar al cine en términos de cierta especificidad. Evidentemente, eran tiempos de afirmación de una especificidad desde una teoría curiosamente ensamblada con la conciencia crítica de cierto tipo de asedio a lo cinematográfico proveniente del campo de la imagen electrónica. Melancolía crepuscular o manía liquidadora mediante, más de una metáfora bélica de la lucha entre medios volvió a recrudecer en los lanzamientos de distintas formas de post-cine. Como si fuera un mundo de esencias vocacionalmente orientadas a la autonomía y a la lucha territorial.

Especificidades, mutaciones y convergencias fueron creando un complejo panorama que resulta tentador unificar bajo el prefijo de lo “post”. Como para ordenar el conjunto, frente a las divergencias o la complejidad de matices en tensión propia de cada hibridación, lo “post” daría una cobertura general, un barniz superador para cierta modalidad de lo nuevo que, un tanto informe, sólo se definiría por lo que decididamente deja atrás. Así, el término matriz de la postmodernidad atravesó incontables discusiones de, al menos, el último cuarto de siglo. Llegando a ser un término que menta tantas cosas posibles que hace tiempo reclama, luego de su mención, alguna aclaración adicional para dar cuenta de qué entendemos, en tal o cual contexto o marco teórico, por postmodernidad. Con el post-cine —acompañado como suele estarlo por la post-fotografía, la post-televisión y otros prácticas post-artísticas y post-mediales en un entorno del que también cabría considerar su dimensión post-histórica—, esa posición hace pensar en un corrimiento del concepto al epíteto, en un recorrido que suele elegir el inventario y la generalización antes que la detención en un análisis pormenorizado del que podría surgir alguna noción esclarecedora, como ocurre en el no obstante combativo ensayo de José Luis Brea, La era post-media,15 con el que uno puede compartir cierto alineamiento ideológico aunque no formule demasiadas precisiones sobre lo las condiciones de lo “post” cuando es así invocado.

En el ensayo anteriormente citado, Arlindo Machado también llama la atención sobre esta obsesión por las especificidades, que viene de larga data, y sobre la manera en que es reexaminada en el interesante Remediations: Understanding New Media de J. David Bolter y Richard Grusin.16 De acuerdo a Machado: Los autores critican el pensamiento “especifizante” que se instaló en los nuevos medios, según el cual todo lo que no es digital “ya era”: es como si fuese una tentativa de promover el “núcleo duro” del medio digital, demostrando no sólo que los medios “viejos” ya están muertos, sino también que los nuevos medios (realidad virtual, computación gráfica, videogame, Internet) son absolutamente diferentes con relación a ellos y, en ese sentido, deben buscar distintos principios estéticos y culturales.17

Es el viejo argumento de “esto mata definitivamente a lo anterior”, una historiografía armada con periodizaciones duras y armadas a la manera de salto de vallas, donde una fase “quema” la precedente. Un medio “mata” a su antecesor: modernismo en versión parricida que hemos visto, décadas atrás, bajo polémicas del tipo ¿la televisión terminará con la lectura? O el célebre malentendido en torno a los argumentos de McLuhan sobre la muerte del libro o la escritura a manos de los medios de la Era Eléctrica. La cuestión, como suele suceder, es mucho más compleja:

Para Bolter y Grusin -prosigue Machado- ese modo de ver las cosas representa una ingenua retomada del mito modernista de lo “nuevo” a cualquier costo. Ellos prefieren acreditar que los nuevos medios encuentran su relevancia cultural cuando revalidan y revitalizan medios más antiguos, como la pintura en perspectiva, el film, la fotografía y la televisión. En verdad, los llamados nuevos medios sólo pudieran imponerse como “nuevos” y ser rápidamente aceptados e incorporados socialmente por lo que tienen también de “viejos” y “familiares”.18

Acaso haya en este reverdecer del culto por lo “nuevo” más que una forma remozada del mito fundador de los modernismos, ese de un arte o un medio joven que viene a desplazar lo viejo por obsoleto. Sin duda también está el mandato de renovación permanente propia de la dinámica de mercado, por el cual la obsolescencia planificada es parte de cualquier disponibilidad técnica. De esa manera, no se trata de un desplazamiento de lo viejo por lo nuevo sino de una intrincación donde, en múltiples niveles, formas y materiales tecnoculturales se reconfiguran con componentes de proporción variable, en los que se entremezclan dimensiones de lo nuevo y de lo viejo, de continuidad y continuidad, de revolución y despliegue progresivo. Hace un tiempo, Brian Winston formuló, en su Technologies of Seeing, un esclarecedor modelo para examinar la complejidad de los procesos de cambio tecnológico, con particular atención a algunos momentos de transición en la historia del cine: de ese modo, la aparición del cine temprano, la introducción del color o los sistemas livianos de filmación en 16 mm fueron estudiados bajo nuevas perspectivas.19 Según Winston, todo proceso de aparición de una nueva tecnología sufre —desde el plano de diseño del prototipo hasta su innovación en el mercado como invento reconocible y su posterior difusión cultural— los efectos de un acelerador y de un freno. El primero, ubicado entre el prototipo y la presentación de la invención en sociedad, es lo que denomina la ley de su “necesidad social emergente”. El segundo, localizado entre la presentación y su instalación mediante una lógica de usos, obedece a la ley de “supresión del potencial radical”, esto es, la adecuación de la novedad por medio de la lógica de usos a los horizontes de lo ya conocido. Novedad y cambio negociados y entremezclados en el mundo de los usos y las prácticas, no el de los programas prediseñados ni los manuales de procedimientos, sean técnicos o gerenciales. Así el fonógrafo ideado como auxiliar de oficina dio origen a la música discográfica, o el cine pensado como aparato de laboratorio se lanzó, casi inadvertidamente para sus inventores, a espectáculo masivo en el mismo arranque del siglo XX.

Volvemos, en este último tramo, al inicio del artículo que refería a los tiempos tempranos del cine, acechados por una curiosa y fantasmática conciencia de su fugacidad. En un incisivo ensayo reciente, Thomas Elsaesser, quien como investigador ha realizado un notable desplazamiento desde su especialización temprana como historiador y teórico del cine de los comienzos a la indagación de los new media, despliega una serie de hipótesis interrogativas bajo el título: “Early Film History and Multi-Media: An Archaeology of possible futures?” La misma aserción que abre el artículo posee ecos de manifiesto: “El espectro que acecha la historia del cine es el de su propia obsolescencia”.20

Adoptando una perspectiva arqueológica, que privilegia el acceso a los estratos del pasado recomponiendo sus articulaciones, antes que apresurarse a establecer orígenes y linajes lineales, Elsaesser descubre que muchas de las manifestaciones actualmente celebradas como propias de un post-cine revolucionario y original pertenecen, en realidad, a una larga y a veces disimulada trayectoria de las máquinas de visión (y audición) que abarca más siglos de los que la clásica historia y teoría del cine está acostumbrada a admitir.

En primer término, un examen arqueológico permite advertir que el cine no tiene orígenes. No hay un punto originario, salvo por un mito fundador, que permita establecer que a partir de allí “eso es cine”. La primera década del cine fue la de una ebullición de inventos técnicos, de prácticas cambiantes, de redefiniciones aceleradas de un conjunto de aparatos que contaban con la posibilidad de visualización de imágenes dotadas de movimiento aparente, pero entremezcladas con todo tipo de experiencias de tipo espacial, de actividad performática de músicos y bonimenteurs (“explicadores”), de intercalación de films y números en vivos, en salas multipropósito. Pero además el cine temprano estuvo compuesto por otra expansión olvidada, en tanto sistema de conocimiento por lo visual:

(…) mucho de lo que consideramos como perteneciente al cine temprano y así a la historia del cine no fue inicialmente intentado o puesto a ejecutarse en una sala de cine: películas científicas, médicas o de entrenamiento, por ejemplo. Al mismo tiempo, ciertas muestras del cine de los comienzos como la “vista”, las actualidades, o muchas otras formas de películas o géneros, inicialmente se apoyaron en técnicas de visión y hábitos de observación que tuvieron que ser “disciplinados”. Para hacerlos encajar en la sala de cine y hacerlos pasibles de una recepción colectiva, de públicos…

A lo largo de su historia, signada por muchas más crisis de las que suele admitir la consideración de una historia lineal y tendiente a destacar sus momentos de estabilización, el cine incurrió en numerosas tentativas de expansión hacia lo multisensorial, hacia el incremento de su inmersividad o la redefinición radical de sus contextos de producción o recepción. Acaso la más aceptada es la transición del mudo al sonoro y, en menor medida, ya que concurren allí factores más dispersos, la redefinición relativa a su convivencia transaccional con el medio televisivo en los tempranos 50. Pero vale la pena atender por ejemplo, como propone Elsaesser, al fenómeno de los drive ins, los autocines, como curioso modelo de exhibición pública pero con los espectadores encapsulados en espacios privados, con la intimidad cercana al encuentro con el televisor que ya esperaba en casa. Además, con el automóvil como compleja parte de un dispositivo cinematográfico ampliado. Las prácticas siempre tendieron a ser más mutables e inestables que su relato a posteriori. Y siguen siéndolo para cualquier atento observador del presente:

Lo que esto sugiere es que las diferentes maneras en que la imagen en movimiento, en su forma electrónica multimedia está hoy “rompiendo el marco” y excediendo, si no saliendo incluso, de la sala de cine (…) indican que podemos estar “retornando” a las prácticas del cine de los comienzos, o que podemos estar en los umbrales de otra poderosa emergencia de “disciplinamiento” y de priorización normativa de un estándar multimedia sobre los otros.21

Elsaesser sugiere reformular, por otra parte, la clásica pregunta baziniana “¿Qué es el cine?”, reemplazándola por otra más cuidadosa de lo situacional: “¿Cuándo es cine?” Si aceptamos que el cine no tuvo orígenes fechables en términos absolutos, sino nudos a partir de los cuales se cuentan puntos de partida —pero con variables grados de convención—, puede admitirse que la cuestión de su término dependerá de coordenadas igualmente complejas, y que hasta incluso la estemos planteando mal en términos de cierre neto y definitivo. No hay fronteras duras, sino zonas intermediáticas de densidad e hibridación variable. El autor propone considerar que, a lo largo de su prolongado recorrido, el cine ha multiplicado permanentemente su existencia:

Aún antes de la llegada de la digitalización, era obvio que el cine siempre había existido también en lo que uno puede llamar un campo expandido. “Campo expandido” en el sentido en que hubo muy distintos usos de la cinematografía y la imagen en movimiento, tanto como otras tecnologías de registro y reproducción asociadas con él, más allá de las industrias del entretenimiento. Lo que es nuevo —y quizás una consecuencia de los nuevos medios digitales— es que ahora estamos deseosos de otorgar a esos usos el estatus de historias del cine paralelas, o de paralaje.22

Como última medida, Elsaesser propone considerar, mediante el mero gesto de atender a ese gran olvidado de la teoría —y también del habla común, cuando uno refiere al hecho de “ver cine”— que es el sonido, las discontinuidades que tapizan el largo siglo del cine. Siendo arte audiovisual desde el inicio, Rick Altman ha demostrado hace tiempo que en pleno periodo previo al sonido registrado en película y sincronizado con el film de largometraje, al menos ocho modelos diferentes se sucedieron, disputando la definición de lo cinematográfico a lo largo de las tres décadas que las historias oficiales largamente consignaron como “cine mudo”.23 El cine como foto, música ilustrada, vaudeville, ópera, cartoon, radio, fonografía y telefonía, fueron modelos lanzados en ese tramo que hasta gozaron de esplendores pasajeros como nuevos rumbos para esa práctica polimorfa. Más que historia, historias, como quería Godard, con una “s”. Luego, estos modos divergentes, cambiantes, del cine fueron sepultados en los archivos como caprichosos desvíos o meros “fracasos”, para resurgir en las últimas décadas como muestra de la extrañeza y complejidad de una producción de la vida contemporánea que no debería dejar de lado cualquier interesado en entenderla. Acaso podría sostenerse que nuestros presuntos post-cines son parte de un cine dicho de otro modo que, más allá de metamorfosis varias, sigue tratándose de ese mismo cine que alguna vez Jean-Luc Godard consideró: “ni un arte, ni una técnica: un misterio”.24

  1. Malthéte-Méliès, “Madeleine” en: Méliès el mago, Ediciones De la Flor, Buenos Aires, 1980. p. 151. []
  2. Souriau, Etiènne, L’univers filmique, Flammarion, Paris, 1953. []
  3. Morin, Edgar, Le cinéma ou l’homme imaginaire, Editions de Minuit, Paris, 1956. Existe traducción castellana: Morin, Edgar, El cine o el hombre imaginario, Seix Barral, Barcelona, 1972 y Paidós, Barcelona, 1999. []
  4. Cohen-Séat, Gilbert & Pierre Fougeyrollas, L’action sur l’homme: cinema et televisión, Denoel, París, 1961 (Cohen-Séat, Gilbert & Pierre Fougeyrollas, La influencia del cine y la televisión, Fondo de Cultura Económica, México, 1967). []
  5. Rossellini, Roberto, Un espíritu libre no debe aprender como esclavo, Paidós, Barcelona, 2001, p. 105. []
  6. Comolli, Jean-Louis, La dernière utopie: la television selon Rossellini (La última utopía: la televisión según Rossellini), Francia, 2005. []
  7. Stam, Robert, Teorías del cine, Paidós, Barcelona, 2001, p. 363. []
  8. Ibid., p. 365. []
  9. Entrevista a Lev Manovich, por Marta García Quiñones y Daniel Ranz en: Artnodes, UOC, Barcelona, 2003. Disponible en: http://www.uoc.edu/artnodes/eng/art/ manovich_entrevis1102/manovich_entrevis1102.html []
  10. Coonan, Clifford, “Greenaway announces the death of cinema and blames the remote control-zapper“ en: The independent, october 10, 2007. Disponible en: http://www.independent.co.uk/news/world/asia/ greenaway-announces-the-death-of-cinema—andblames- the-remotecontrol-zapper-394546.html []
  11. Ibid. []
  12. Youngblood, Gene, Expanded Cinema, P. Dutton & Co., Nueva York, 1970. []
  13. Machado, Arlindo, “Convergencia y divergencia de los medios” en: Miradas, EICTV, La Habana, 2006. Disponible en: http://www.eictv.co.cu/miradas/index.php?option=com_content&task=view&id=473&Itemid=89 []
  14. Bellour, Raymond, L’Entre-images 1, La Différence, París, 1991 y L’Entre-images 2, POL, París, 1999. []
  15. Brea, José Luis, La era postmedia. Acción comunicativa, prácticas (post)artísticas y dispositivos neomediales, Centro de Arte de Salamanca, Salamanca, 2002. []
  16. Bolter, Jay David & Richard Grusin Remediations: Understanding New Media, The MIT Press, Berkeley, 2000. []
  17. Machado, Op. cit. []
  18. Machado, Op. cit. []
  19. Winston, Brian, Technologies of Seeing, Photography, Cinematography Television, BFI, London, 1996. []
  20. Elsaesser, Thomas, “Early Film History and Multi-Media: An Archaeology of Possible Futures?” en: Wendy Hui Kyong Chun & Thomas Keenan, New Media, Old Media, Routledge, Nueva York, 2006. p. 13. []
  21. Ibid., p. 19. []
  22. Ibid., p. 20. []
  23. Altman, Rick, Sound, “Introduction” en: Sound Theory/Sound Practice, Routledge, Nueva York, 1996. 24 Godard, Jean-Luc, Histoire(s) du Cinéma. []
  24. Godard, Jean-Luc, Histoire(s) du Cinéma. []