Como un trazado en la arena, la fina línea que distingue naturaleza de artificio se difumina con cada nueva oleada de la técnica. Y en cada retirada, quedan expuestos nuevos objetos, objetos técnicos que se recelan como si provinieran de las profundidades de un mar ajeno e inaccesible. Es propiedad de los objetos técnicos interpelar el fondo de lo humano: además de ser la manifestación del sueño del hombre singular que los alumbra, cada uno de ellos es la sedimentación de ciertos usos sociales, de ciertos anhelos colectivos, y de aquellos relatos ficcionales que anticiparon, a veces a lo largo de siglos, su aparición. Una relación amorosa se teje desde tiempos inmemoriales entre el hombre y su máquina. A veces se expresa mediante el tacto, cuando la máquina es herramienta. En otros casos, como en la película Her, de Spike Jones, del fondo de la máquina surge una entidad perturbadora. En un objeto técnico se dejan intuir las derivas de la cultura y el tenor de la relación del individuo con el mundo. Condensa proyecciones que lo convierten en un prisma donde se bosquejan las nuevas figuras de lo humano.
Esta es la razón por la cual objetos técnicos muy recientes tienen la potencia de poner en jaque posiciones muy afianzadas en la cultura occidental, entre ellas las que sostienen una noción de hombre esencial y prístino, incontaminado de sus técnicas. Esta posición supone que primero estuvo el hombre, como animal dotado de razón, y luego el reino de las técnicas, abierto por él para docilizar y modelar al mundo en función de su habitar. Los objetos técnicos serían entonces un plus sobre el mundo, a excepción de unas pocas prácticas tendientes a remediar insuficiencias biológicas evidentes. Esa visión del hombre y de sus técnicas supone que el hombre domina a sus máquinas y mantiene con ellas relaciones instrumentales, que el mejor uso de la máquina es servir al hombre, pero sin sobrepasar la raya atinente a su función y a su lugar. Sin embargo, cuando el objeto técnico se emancipa al punto de fundirse con el cuerpo, como en el caso de la prótesis sensible Touch Bionics (un elemento biocompatible capaz de transmitir sensaciones a través de impulsos eléctricos leídos por el sistema nervioso), ese presupuesto hace aguas al quedar en evidencia una tercera zona indistinguible que supera el dualismo hombre-máquina.
Es interesante observar cuánto se vincula el linaje clásico de consideraciones sobre la técnica con dos antiguos fantasmas que atraviesan la cultura occidental, y que ya había detectado el filósofo francés Gilbert Simondon: por un lado, el temor a una posible deshumanización de un hombre que estuviera demasiado en contacto con la máquina; por otro lado, el temor a que ese hombre se viera sojuzgado por máquinas emancipadas y dotadas de una autonomía capaz de revertir el esquema amo-esclavo con el cual él mismo pensó el reino de su creación. Si se concibe al humano como amo y señor de sus máquinas, ellas quedan dispuestas para un buen o un mal uso. Desde allí se enarbola la vara moral que siempre aparece para tomar medida de las técnicas.
Lo que demuestran los nuevos objetos y prácticas técnicas es que esa vara moral forjada en la modernidad resulta ahora insuficiente. Y que esa línea que separaba naturaleza y artificio, que se borraba con cada revolución tecnológica pero que también era vuelta a trazar, hoy no tiene un curso claro. Se presenta un entendimiento entre la materia viva y la máquina que no son nuevos ni como anhelo ni como logro. Lo que es completamente nuevo es la escala de esta cooperación, la fineza de este entendimiento, y el hecho de que se declare sin ambages como el horizonte de lo próximo humano. Antiguas tecnofobias se actualizan a partir del poder revulsivo de las formas y se manifiestan como reacciones virulentas cuando una estética maquínica pretende cubrir una estética considerada más amable o más humana. Las tecnofobias reaccionan ante el presupuesto de que la intervención tecnológica haría perder la forma de lo humano. No en vano la tradición occidental comienza, en griego, definiendo forma como eidos. El miedo a la forma es el miedo a lo oculto bajo la forma, a una idea que no se sabría discernir, como si su artífice fuera un demiurgo enloquecido.
Imposibilidad, entonces, de señalar tajantemente qué es lo genuino de lo humano, qué es subjetivo, qué es maquínico, qué es diseño natural y qué es producto del artificio que significa toda técnica. Así sucede que el bioarte y ciertas prácticas del diseño no solo trabajan con materiales biológicos, sino que además se inspiran en formas naturales para expresar el eidos de un objeto técnico. Es el caso de la silla con forma de embrión, de Marc Newson, en donde el artista modela en función de un diseño natural revalorizado como la sabiduría de siglos de un destilado espontáneo, sugiriendo una continuidad entre la forma de lo viviente y la forma racionalizada por el logos.
Aristóteles señalaba en la Ética a Nicómaco que el rasgo distintivo del producto de la techné era no estar en el mundo ni por naturaleza ni por necesidad. A diferencia del panal, sin el cual la abeja no podría vivir, la silla humana integra ese grupo de creaciones que hacen la vida más amable, pero que no son imprescindibles. En su habitar suntuario, el hombre vuelve natural el artificio. Las abejas, en cambio, parecerían condenadas a su panal, y por lo tanto su panal no es invención. Ahora bien, ocurre que un grupo de artistas orienta esta creación biológica no inventiva hacia formas que siguen las inventivas formas soñadas por el hombre: Studio Libertiny suministra a las abejas materias in-formadas sobre las cuales, sin pensarlo, pero también sin poder evitarlo, los insectos modelan su panal, dando como resultado diseños de cera de formas caprichosas y posiblemente incognoscibles para la abeja misma. Las abejas, en esta experiencia, parecen desviadas de su hacer natural. Pero un panal que siguiera el contorno de un tejado, como se vería en cualquier rincón de la campiña, no sería menos artificial, ni es menos artificial la creación de formas artísticas porque la lógica estructurante provenga de una cosa dada natural, como es el caso de las obras de Paul W. K. Rothemund, realizadas a partir de algoritmos del ADN. Aquí se trata, en última instancia, de la artificialidad o la naturalidad del código de lo viviente y de su manifestación en una forma.
Naturaleza y artificio quedan anudados desde la búsqueda de un código común de expresión y entendimiento. En efecto, si hay un lugar en donde la distinción entre naturaleza y artificio ofrece configuraciones asombrosas es el campo de la protésica. Una prótesis no solo es un aditamento externo con fines de potenciación o reemplazo de una parte del cuerpo deficiente o ausente; una prótesis es cualquier elemento técnico que permita que el cuerpo siga llevando adelante un desenvolvimiento considerado “natural”. De allí el jaque a la distinción entre técnica y naturaleza: aunque estuviéramos dispuestos a aceptar que un exoesqueleto para alguien completamente impedido del movimiento motor —como el diseñado por Miguel Nicoleis— es el grado sumo o el perfeccionamiento metafórico de una muleta, menos sencillo nos resultaría pensar que un medicamento crónico es una prótesis química dosificada a nivel interno. Lo mismo sucede con otras prótesis internas de dimensión física (marcapasos, chips acústicos como los empleados en los implantes cocleares, y —en un caso extremo en su singularidad— el chip para la visión, del Eyeborg Project encabezado por Rob Spence y ) que perturba en tanto que se deja ver en su integración con el tejido: cuanto más potencia una prótesis una capacidad corporal, menos natural tiende a verse; cuanto más reemplaza una función natural del cuerpo, más natural tendemos a considerarla.
La prótesis reviste el interés de ser ella misma un objeto técnico. Y entonces nos preguntamos qué significa que en lugar de fabricar un objeto técnico protésico, nuevos modos de expresión se refieran a imprimirlos en 3D. Entre otras posibilidades, la impresión 3D se proyecta en un futuro inmediato como un medio de producción de órganos para transplantes. Imprimir en lugar de fabricar supone un añadido de sentido adicional: la impresión 3D trabaja a partir de la superposición de capas de materia, lo cual es una forma particular de fabricación. Ahora bien, esta forma de nombrar la factura de un objeto, que recurre a la analogía con lo que ocurre en dos planos, sugiere nuevamente la bajada de un eidos, una forma volumétrica, a una materia in-forme, y no la emergencia desde la forma de un volumen que se abre allí donde nada existía, como en otras fabricaciones técnicas. Pero ya no se trata, según la analogía cuerpo-máquina, de reemplazar una pieza por otra, como sucedería en el trasplante de órganos que tradicionalmente conocemos. Ser hacedor de órganos es un paso más en el camino que se forja la inteligencia hacia la carne. El proceso entero sería imposible sin las máquinas.
Mencionábamos el poder innegable de las formas: la evocación de ese compuesto de tejidos, fluidos y órganos que llamamos cuerpo suscita tanta incomodidad como la exhibición de un mecanismo que quedase de pronto al descubierto. Así sucede con esos cuerpos entretejidos con lo natural presentes en la obra de Juan Gatti: ¿será que nada queríamos saber del verdadero funcionamiento material, infraestructural, de los cuerpos, soñando vanamente que la piel era un límite dentro del cual las cosas se armaban de modo espiritual? Si consideramos que el carácter de artificial roza el de cualquier tejido sintético, entonces el material que imita la piel humana —desarrollado por Olivier Goulet— no sería verdaderamente piel humana ni se fabricaría a partir de ella. Pero lo parece, y su apariencia misma constituye una provocación. Diferente es el caso del adhesivo orgánico desarrollado por el INTI y fabricado a base de sangre y desechos bovinos, desechos, por otra parte, altamente utilizados en la industria de la alimentación sin suscitar demasiada polémica. El uso industrial, el carácter de “aprovechamiento de recurso” amortigua el impacto de un uso que, de ser considerado “inútil”, sería controvertido, como sucedió con la grasa corporal empleada por Nicola Constantino para hacer jabones o los restos humanos utilizados por Gunther von Hagens en sus plastinados de cadáveres. El debate ético da forma argumentativa al antiguo horror que inspira el cuerpo, a esa continuidad negada entre lo que hay afuera y lo que hay adentro de esa entidad que —no nos decidimos— somos nosotros mismos o quizás nos pertenece.
Se trata de la intervención de la técnica en la materia viviente. Si el margen es la vida misma, los modos de vida contemporáneos nos obligan a pensar el estado actual de la técnica como un problema mayor de la cultura, y no como procesos al margen de la cultura. Por eso nos referíamos en un comienzo a las proyecciones de lo humano que se cristalizan en la aparición de cada nuevo objeto técnico. Señalaba el filósofo alemán Peter Sloterdijk que en las recientes tecnologías y máquinas de la información se produce una inédita irrupción de lo mecánico en lo subjetivo. Esta irrupción se anuda con un antiguo horror del cuerpo súbitamente homologado al horror por la técnica y el artificio. Por eso lo mencionado tiene consecuencias innegables en la constitución de un tipo de subjetividad definitivamente alejada de la matriz de lo moderno. La irrupción de lo mecánico en lo subjetivo exige ver tanto al cuerpo como a las máquinas desde adentro. Un viejo humanismo —tendiente a ver en el artificio la maravilla y en el cuerpo, creación divina— se resiste a esta intrusión amorosa y material. Lo que se ve en el campo de la protésica se manifiesta también en el temor atávico de que el hombre sea fabricado como un producto en serie.
En el inmenso rodeo de hablar de sus técnicas, el hombre se enfrenta al hecho de volver a hablar de sí mismo, de redefinirse otra vez como sujeto, actualizando el antiguo problema de la relación con un interior que no está del todo afincado ni en el cuerpo —que tiene que rendir y sobrevivir a toda costa— ni en un contrapeso inmaterial que lo sobreviviría —pero del que nadie puede dar ni prueba ni fe—. Así, en la única certeza de la técnica, la promesa de lo contemporáneo se vuelca a una inmortalidad en lo material: la supervivencia del cuerpo hasta el límite de lo posible y el aprovechamiento de sus potencialidades. Asistimos al abandono de la antigua noción de alma como anclaje de esa carnadura llamada cuerpo y como factor de discriminación respecto de aquello llamado máquina. Para el hombre, son múltiples las dimensiones éticas de los problemas que se abren.